«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


5 de septiembre de 2013

LAS EXPERIENCIAS ORIGINARIAS

1. La soledad originaria
Apenas es creado el varón, Dios contempla la soledad del hombre: “No es bueno que el hombre esté sólo” (Gén  2, 18). A esta soledad la califica Juan Pablo II como originaria, y esta soledad alude a tres planos diversos: el  hombre está sólo porque se siente distinto a los animales; distinto y superior a ellos: “El hombre es el portavoz  de las criaturas y su intérprete ante Dios”.
En segundo lugar, la soledad originaria alude a una apertura a la relación con los otros. Se trata de una apertura  constitutiva o estructural del ser del hombre, que se manifiesta en la falta de sentido que tiene el resto del universo material cuando el hombre no tiene el amor de la  persona amada. Esta soledad ha sido cantada desde  siempre por poetas, músicos, literatos… En la película  El tigre y la nieve, de Roberto Benigni, el protagonista  busca desesperadamente la curación de su amada, gravemente enferma en Irak, donde apenas hay recursos y sólo  una persona puede ayudarle. Si ella muere, nada tendrá  sentido para él:  “Al-Giumeili, viejo amigo, hazme la glicerina… Sé que  puedes, si no, ella morirá. Si ella muere, pueden cerrar  este show que es el mundo, pueden llevárselo, desatornillar las estrellas, enrollar el cielo y ponerlo en un camión, pueden apagar este sol que tanto amo… ¿Sabe por  qué lo amo tanto? Porque la amo cuando la ilumina el  sol. Pueden llevarse todo, estas columnas, estos palacios,  la arena, el viento, las ranas, las sandías maduras, el granizo, las 7 de la mañana, mayo, junio, julio, la albahaca,  las abejas, el mar, las calabazas… Calabazas, AlGiumeili. ¡Consígame la glicerina!”.
No es el grito de un desesperado –y menos de un cínico–  que ignora el valor de las cosas. Al contrario, es el grito  de quien las aprecia enormemente, de quien ama el sol,  ama las creaciones humanas como las columnas y las  cosas más prosaicas como las ranas y las sandías. Pero  no adora la materialidad; las cosas están ordenadas hacia  bienes superiores. Si ella muere, toda la belleza de los  palacios y de las ranas carecerá de sentido para él.
Y la soledad originaria se manifiesta, en tercer lugar, en  la apertura y sed que el hombre tiene de su último fin,  que es Dios. Nadie lo expresó con tanta perfección como  San Agustín: “nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti”. Juan Pablo II considerará la soledad originaria como una experiencia fundante, radical, que está en lo íntimo de cada ser;  no se trata del resultado de un mal momento en la vida,  como cuando uno experimenta una ruptura sentimental o  emocional. No, Juan Pablo II se refiere a que en el propio ser del hombre hay una tensión, una búsqueda de una  plenitud que el hombre no puede darse a sí mismo. Sólo  otro y más que nadie, Otro, puede darle esta plenitud. La  soledad originaria no es la única experiencia fundante  que encontramos en el Génesis.

 2. Unidad originaria
Juan Pablo II encontrará en la diferencia varón-mujer un  elemento fundamental: “Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas”.
“El hecho de que el ser humano, creado como hombre y  mujer, sea imagen de Dios no significa solamente que  cada uno de ellos individualmente es semejante a Dios  como ser racional y libre; significa además que el hombre y la mujer, creados como ‘unidad de los dos’ en su  común humanidad, están llamados a vivir una comunión  de amor y, de este modo, reflejar en el mundo la comunión de amor que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el íntimo misterio de la única vida divina”.
Esta llamada a una unidad tan estrecha se realiza también en el acto conyugal, a través de la corporalidad que  presenta, a su vez, una nueva dimensión constitutiva  otorgada por el Creador: la fecundidad (“Sed fecundos y  multiplicaos”; Gén 1, 22). La llamada por el Creador a  constituir una sola carne es un dato revelado por el  Génesis, pero es un dato que se manifiesta con particular  fuerza y evidencia en toda cultura y en toda historia  humana, que ha atribuido al matrimonio un carácter religioso, festivo y de importancia esencial para la sociedad.
La atracción entre hombre y mujer encierra una promesa  de plenitud. Interpretar adecuadamente esta atracción es  una labor que corresponde a ambos, como les corresponde encontrar el camino para realizar lo que la promesa de  plenitud deja entrever. Precisamente, tal promesa no se  cumple a través de la unión sexual por sí misma considerada, ni a través de una unión basada en valores parciales  de la persona. La atracción entre hombre y mujer busca  consolidar una unión total, que supere la mera atracción  de valores parciales, como los valores sensuales del  cuerpo y que implique a toda la persona. Es la comunión de amor la que se sitúa como camino y meta de la promesa que se esconde en la atracción entre hombre y mujer. Esta comunión de amor, como afirmaba Juan Pablo  II en Mulieris  dignitatem, es también una manifestación  de la imagen de Dios en el hombre. De modo que el matrimonio queda investido así de una enorme dignidad,  cuando aceptamos que Dios lo ha previsto en su plan  amoroso y que además, es imagen de la misma Comunión de amor trinitaria.

3. Desnudez originaria
Vamos a continuar ahora con el relato del Génesis, tras  la llamada a constituirse en una sola carne: “Por eso  abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a  su mujer y serán los dos una sola carne. Los dos estaban  desnudos, Adán y su mujer, pero no sentían vergüenza  uno de otro” (Gén 2, 24-25). Para Juan Pablo II la desnudez es la tercera de las experiencias originarias. Se refiere con ella, no a una experiencia originaria en sentido  cronológico, sino a una experiencia fundante, constitutiva, estructural, podríamos decir; y se manifiesta especialmente a partir de la vergüenza originaria, que es una  experiencia de confín. “Oí tu ruido en el jardín, me dio  miedo, porque estaba desnudo, y me escondí” (Gén. 3,  9) es la respuesta de Adán ante Yahvéh. El paso de no  sentir vergüenza a sentirla indica que se ha traspasado un  límite, que se ha producido una ruptura.  ¿A qué alude esta vergüenza que los primeros padres no  sentían? La situación por la que hombre y mujer no sentían vergüenza se identifica con una plenitud de conciencia y de experiencia; una plenitud de conciencia del valor y del significado del propio cuerpo; plenitud de conciencia que alcanza también el valor de la propia interioridad de la persona. En el estado de la inocencia originaria, la situación anterior al pecado, el hombre poseía una  plenitud de visión y de comunicación: era una participación en la visión del propio Creador, por la que el hombre entendía, veía y expresaba la comunicación interpersonal entre hombre y mujer, como imagen de Dios.

El elemento que provoca la ruptura en el interior del  hombre o el paso traumático entre el estado originario y  el hombre de la pecaminosidad es el árbol de la ciencia  del bien y del mal. Pero no la provoca por sí mismo: el  hombre ha recibido del Creador la libertad de elegir entre la vida y la muerte. La llamada a entregarse a sí mismo, buscando la comunión no puede cumplirse sino es a  través de una donación libre. El árbol de la ciencia del  bien del mal es el lugar simbólico donde el hombre elige  o rechaza el don de Dios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario