«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


6 de septiembre de 2013

SIGNIFICADO FILIAL DEL CUERPO

La primera revelación que nos muestra el cuerpo es que  procedemos de otro. Nadie se ha dado a sí mismo la vida. El carácter filial del cuerpo, la experiencia de ser  hijo, es un dato básico, primario, puesto que aparecemos  o entramos en el mundo en el seno de una familia. Al  principio de nuestra vida, experimentamos una dependencia  total de otros, de los padres. Y  esta consideración, lejos de ser  una mera evidencia, es una realidad cargada de significación,  llena de valor: “el amor primero  del hombre, el que le constituye  radicalmente humano es un amor filial”. La incondicionalidad propia de este amor, que tiene en el amor de la madre su mejor expresión, tiene mucho que ver con la identidad del ser humano, que debe ser considerada no sólo  en el plano psicológico, sino también en el metafísico,  para lo cual es imprescindible atender al amor originario,  primero.
En un ambiente cultural que eleva la “autonomía” individual a categoría de principio rector de la conducta, subrayar la experiencia del amor filial como un amor primario es sumamente necesario. El hombre no se hace a sí  mismo, sino que recibe el ser de otros; necesita un amor  que le constituya, y a partir del cual se verá capacitado  para ir encontrando significación a la realidad que le rodea. Sin este amor inicial, la misma supervivencia de un  recién nacido está amenazada. Esta experiencia del amor  filial tiene también un hondo alcance teológico: “En esto  consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a  Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como  víctima de propiciación por nuestros pecados” (1 Jn  4,10). Admitir esta dependencia, humana y divina, lejos  de ser una humillación para el hombre poderoso de la  técnica y del dominio del mundo, es una clave para encontrar su verdadero sitio, en el cosmos, ante los demás  y ante sí mismo.
Esta realidad ineludible puede ser valorada de modo positivo o negativo. Si la autonomía del individuo es el valor absoluto, la dependencia es una situación negativa  que debe ser evitada: cobrará entonces importancia la  disposición sobre la propia vida o incluso la disposición  sobre vidas ajenas que ya no cumplan los requisitos o  valores de autonomía. La enfermedad, la discapacidad,  la vejez son miradas desde esta perspectiva como grandes males. En cambio, otorgar a la filiación un valor positivo empuja a la empatía y a la benevolencia, a cuidar y  sostener precisamente a los más débiles. La conciencia  de la filiación es imprescindible, tanto según un criterio  lógico como metafísico, para poder hablar de fraternidad.

El hombre, atento a los mensajes que recibe de su cuerpo, que le muestra su procedencia de sus padres, ahora,  gracias a la revelación, se sabe “creado”. Recibe su ser  no sólo de sus padres, sino del mismo Dios. Este dato de la revelación está acorde con la simple constatación de  que la formación de un nuevo ser en el seno materno  supera y sorprende a los propios padres, que no pueden  dar respuesta total a lo que sucede.

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