«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


9 de enero de 2014

EL DOMINIO DE LA SEXUALIDAD Y EL CIERRE A LA FECUNDIDAD

Para ser personas libres, hemos de poder mandar en nosotros mismos. Ello no se consigue si hacemos de la sexualidad un intento de satisfacción personal para los dos, en el que cada uno se convierte en objeto de placer para el otro y se evita además el riesgo de la procreación, porque ello envilece el amor y menoscaba sus posibilidades. El acto sexual no es algo relacionado únicamente con lo corporal, porque está ligado profundamente con las dimensiones psicológica y espiritual. Los matrimonios deben capacitarse en el dominio de la sexualidad desde el inicio de la vida conyugal, pero no como un simple ejercicio gimnástico, sino como una visión espiritual ordenada a un bien final, que contribuye a la vitalidad misma de su amor. Además la contracepción, al hacer estéril la sexualidad, suprime la dimensión de la fecundidad de la entrega mutua y hace que esta entrega deje de ser total, sin olvidar además el peligro que la actividad sexual cerrada a la vida se transforme en un simple intercambio genital y de emociones.
Sin dejar de dar la debida importancia a los comportamientos conyugales desordenados, los sacerdotes hemos de ayudar a las personas casadas a detectar las causas más profundas de sus desviaciones morales, como son, muchas veces, el abandono de la práctica religiosa, el egoísmo, con su consecuencia práctica de la incapacidad de sacrificarse por el otro o por los demás, y más frecuentemente de lo que parece, unas concepciones de la vida impregnadas del materialismo del ambiente. En nuestra sociedad urbana, con sus muchedumbres solitarias y despersonalizadas, a menudo se pierde la fe en el sentido de la vida, y muchos se dejan llevar por la comodidad y el consumismo, buscando como medio más rápido de subir el nivel de vida la reducción drástica del número de hijos, pues a menos hijos o ninguno, menos hay que esforzarse y sacrificarse por ellos. La fertilidad humana se ve impedida por los consumidores de sexo, personas que no creen en el valor de la vida y carecen por tanto de motivos para procrear. De hecho, tenemos uno de los niveles más bajos de nacimientos del mundo, aunque en ello también concurren causas objetivas como el trabajo de la mujer, el piso, el no tener a quien confiar el hijo. Pero también hay aquéllos que se han comprometido con el amor auténtico y, movidos por el amor mutuo y por el sentido de la vida, desean tantos hijos como puedan preparar adecuadamente. El amor es, sobre todo, una experiencia, y la calidad íntima del amor conyugal repercute en los hijos, que se desarrollan en lo afectivo mejor cuanto más puro y desinteresado es el amor de los padres.
La castidad conyugal liga entre sí con lazo indisoluble las legítimas expresiones del amor conyugal con el servicio a Dios en la misión de transmitir la vida que proviene de Él. Las relaciones sexuales están ligadas al afecto y ambos se refuerzan mutuamente. «Efectivamente, el acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad» (Pablo VI, Encíclica «Humanae Vitae», nº 12).
Lo que constituye el verdadero núcleo y eje de la pureza matrimonial es la mutua entrega completa y rebosante de cariño, no siendo la relación conyugal expresión de amor sino cuando se respeta al otro; respeto que ha de extenderse a su cuerpo en lo que tiene de más natural; esta relación no es acto pleno de amor si no está abierto a la fecundidad, tanto más cuanto que el acto de amor en su estructura es un acto inseminador, porque lo propio del amor es ser fecundo, fecundidad que no se reduce a la sola procreación, sino que se amplía a todos los frutos de la vida moral, espiritual y sobrenatural. En definitiva, el matrimonio es más que una simple unión procreativa; y la comunidad de vida y amor de los esposos es más que un simple contexto conveniente para la generación y educación de los hijos: ambos fines tienen consistencia y dignidad propias, y nunca pueden separarse. En el lenguaje corporal, el acto conyugal tiene su propio significado: en él se expresa el amor mutuo y la apertura a la generación, aspectos ambos que pertenecen, conjuntamente, a la verdad más profunda de ese acto. En el acto conyugal se da la participación plena de la sexualidad que, en otras manifestaciones del amor mutuo, tiene siempre un lugar no total.
La doble función unitiva y procreadora del acto conyugal casto protege la sexualidad humana del gran enemigo de toda virtud: el egoísmo. La castidad conyugal exige la apertura al «tú» reclamada por el dinamismo sexual, evitando que la sexualidad sea sólo un pretexto para buscarse solamente a sí mismo, haciendo del «tú» un objeto o cosa que produce satisfacción,siendo por tanto mentiroso y egoísta el acto conyugal sin amor (cf. HV, 13). Se trata de un verdadero abuso del matrimonio, de un acto en sí malo, pues éste queda degradado como comunidad de amor al hacerse monólogo en vez de diálogo.
Pedro Trevijano

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