«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


12 de febrero de 2014

EL DIFÍCIL ARTE DE AMARSE A SÍ MISMO

Para vivir a gusto con la realidad y con los demás es necesario aprender a reconciliarse con la finitud y limitación. Aceptar, como ya he insistido, que en la vida no existen paraísos de felicidad absoluta, sino pequeños oasis que permiten el descanso y la recuperación para continuar el camino. También en las relaciones humanas se tropieza con la pequeñez de la otra persona que tampoco satisface por completo. El amor es el único puente por el que se consigue pasar a la otra orilla. Pero no es fácil este acercamiento en la inevitable distancia. Para reconciliarse con las sombras de los demás hay que haber aprendido con anterioridad el difícil arte de amarse a sí mismo.
Hablar de amor propio tiene connotaciones muy negativas. Siempre se ha condenado esta actitud, dentro de nuestra espiritualidad cristiana, como si se tratara de algo indigno y pecaminoso. Se la valora con un sentido peyorativo, pues parece un serio obstáculo para la experiencia del verdadero amor, que supone una apertura de sí mismo para el encuentro y la comunión con las otras personas. Sin embargo, a pesar de esta primera valoración espontánea muy poco positiva, no creo que exista una virtud tan difícil de alcanzar como amarse a sí mismo. Un verdadero arte que, por prejuicios y falsas interpretaciones, no hemos aprendido con mucha frecuencia, ni entraba tampoco entre los objetivos de una buena educación o de una pedagogía espiritual.
Los datos psicológicos y las recomendaciones evangélicas nos abren, sin embargo, a otra perspectiva bastante diferente. Mientras la persona no sea capaz de amarse a sí misma, reconciliarse con sus limitaciones, aceptar sus sombras y desajustes interiores, tampoco será posible amar al prójimo con sus propias deficiencias y fallos. Y Jesús vuelve a insistir en esta verdad cuando le responde al escriba sobre cuál es el primero de todos los mandamientos. Después de hacer referencia al texto conocido del Deuteronomio (6,4-5) para amar al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas, añade de forma explícita: "El segundo es: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mc 12,31). En este caso, el amor hacia sí mismo posibilita y condiciona el cariño a los demás.
La persona, por tanto, ha de aprender a vivir, pacífica y armoniosamente, con una serie de elementos con los que había luchado a muerte para vencerlos y eliminarlos. Es el comienzo de una difícil y dolorosa convivencia, pues ha descubierto que los tendrá como compañeros inseparables, durante el largo viaje de su historia. Desde ahora en adelante hay que proseguir el camino en estrecha relación con nuestras tendencias egoístas, interesadas, anárquicas, hipócritas o con cualquier otro impulso negativo.
La cara oculta y sombreada que cada uno lleva en su interior no es nada más que un reflejo y exponente significativo de la sombra existente en el corazón de los demás. Por eso, la persona incapaz de reconciliarse con los elementos negativos que oculta en su dentro, ya sea porque no los conoce e ignora por completo, o bien porque no quiere aceptarlos de ninguna manera y preferiría mejor vivir sin experimentar su compañía, está imposibilitada también para comprender la existencia de esos mismos componentes en el corazón de los otros. El encuentro y la reconciliación con el prójimo comienza, a pesar de las diferencias y limitaciones, cuando el sujeto sabe reconciliarse consigo mismo y se abre con cariño y benevolencia hacia el fondo más profundo y negativo de su verdad.
Cada día estoy más convencido de que el que no sabe amar a los demás no es porque se quiera demasiado a sí mismo, sino porque no se ama lo suficiente. Nadie llega a quererse hasta que no consigue aceptarse como es y no como le hubiera gustado haber sido. Reconciliarse con los propios límites, sin que esto signifique cruzarse de brazos o quedar satisfecho. Reconocer que somos autores de ciertos capítulos o páginas de nuestra historia, que preferiríamos no haber escrito. Que existen, al menos, algunos párrafos o frases que nos gustaría borrar para no volver a leerlos. Es, en una palabra, abrazarse con la propia pequeñez y finitud, sin nostalgias infantiles, con una mirada realista, llena de comprensión y ternura y sin que falte tampoco una cierta dosis de humor.

 E. López Azpitarte SJ

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