«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


22 de marzo de 2014

EN QUÉ RADICA LA MORAL CRISTIANA

El grave riesgo del fariseísmo

 El cristianismo es una religión, donde Dios toma la iniciativa de ofrecernos su amistad. Es verdad, como dice santo Tomás, que se requiere la cooperación humana para aceptar ese regalo, pero esta aceptación, como él mismo añade, no es causa de la gracia que se nos otorga, sino consecuencia y efecto de ella. “De donde se deduce que todo es gracia” (Suma Teológica II-II) 

 Ahora bien, cuando todo el esfuerzo humano se pone en llevar una vida perfecta que nos oriente cada vez más hacia la perfección, es muy fácil que la persona creyente se vuelva impermeable a la salvación, y la moral se convierta en un obstáculo para la gracia. No se trata de una afirmación retórica o exagerada. Si existe algo claro en toda la revelación -y con mayor fuerza en el evangelio- es que la única condición para ser depositarios de la gracia es tomar conciencia de nuestra menesterosidad e impotencia. En el momento en que brota la conciencia de que con nuestro esfuerzo y buena voluntad superamos las incoherencias y debilidades, nos hacemos impermeables por completo a la experiencia de la gratuidad. Desde el fondo del corazón brota de forma imperceptible aquella oración farisaica que imposibilita la justificación auténtica y verdadera: «Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres» (Lc 18,11).

 El peligro de esta actitud farisaica no nace directamente de la religión, sino que hunde sus raíces en nuestras experiencias infantiles más primitivas. Desde pequeños nos han enseñado de manera constante que el amor y el cariño lo tenemos que merecer con nuestra buena conducta. De la misma manera que otras múltiples vivencias nos hicieron descubrir que la transgresión y el mal comportamiento provocan el rechazo, la condena y el remordimiento interior. Estamos, por tanto, acostumbrados a recibir el premio del amor como fruto del buen comportamiento. La recompensa se merece con el esfuerzo y los méritos acumulados. De la misma manera que el malo pierde todo derecho a sentirse querido.

 Es muy fácil que estas vivencias, en las que nos han educado y que integramos en nuestro psiquismo con toda naturalidad, se hagan presentes también en nuestras relaciones con Dios. Cuando por la obediencia a la ley y con el esfuerzo de las buenas obras se cree merecer el beneplácito de Dios y su amistad; o, por el contrario, cuando se considera imposible, por la mala conducta, que Él nos ame sin méritos de nuestra parte, brota de inmediato el fariseísmo.

Las denuncias de Jesús contra los fariseos
 Aunque no sepamos muy bien quiénes eran estos personajes, algo muy claro se deduce de los evangelios. Estaban convencidos de que su obediencia y docilidad a todas las normas de la ley; el exacto cumplimiento de todos los preceptos atraían la cercanía y salvación de Dios, de la que no podían gozar los publicanos y gente de mal vivir.  El cariño de Dios quedaba condicionado por la buena conducta humana para merecer el premio, o castigo, si se daba alguna transgresión. Su amistad, en cualquier caso, no será nunca un regalo gratuito, sino una conquista que se merece.

El ejemplo y las palabras de Jesús constituyeron un verdadero escándalo, porque vino precisamente a romper estos esquemas éticos y teológicos de la cultura religiosa del judaísmo. Contra estos doctores de la ley van dirigidas las críticas más fuertes del Evangelio. Es comprensible, por tanto, que se sintieran desconcertados y condenaran como demonio y embaucador a una persona que se apartaba por completo de su espiritualidad, y actuaba con otros criterios muy diferentes. Se acercaba a todos los pecadores para ofrecerles su perdón y amistad sin ningún requisito previo; comía y se dejaba tocar por ellos, hasta el punto que el cariño de Dios no aparece nunca como premio a la virtud. A los únicos que margina y abandona es precisamente a los fariseos, no porque se niegue a su encuentro, sino porque el mismo fariseo se cierra e incapacita a este don, desde el momento que lo considera como un merecimiento y no como una gracia.

 La doctrina de Jesús está en plena coherencia con su práctica. La parábola del publicano y del fariseo (Lc 18,9-14), la del hijo pródigo (Lc 15,11-32), la de los jornaleros enviados a la viña (Mt 20,1-16) -por citar sólo los textos más conocidos y simbólicos- denuncian siempre la misma actitud de fondo. Nos sigue pareciendo incomprensible que el bueno no alcance la justificación; nos indignamos de que se celebre una fiesta por el hijo que se ha gastado los bienes con malas mujeres y no haya habido ningún premio para el que siempre permaneció en su casa, dócil y obediente; y todavía consideramos como una injusticia que nos rebela el hecho de pagar con el mismo salario a los que han trabajado sólo una hora que a los que cargaron con el peso del día y del bochorno. Y es que en este campo las ecuaciones humanas no tienen nada que ver con las matemáticas de Dios.

En este contexto hay que entender las denuncias de Jesús contra el poder, la riqueza y los valores humanos. Su ambigüedad no reside en la simple utilización, sino en el inminente peligro de que su empleo y posesión nos lleve a poner nuestra confianza en ellos, olvidando que su valor solo depende de la gracia.

Al margen de todo perfeccionismo

La moral corre, pues, el peligro de ofrecer, como ideal de perfección, un esteticismo virtuoso, que deseamos alcanzar con un gasto enorme de energías. La meta se pone en superar cualquier deficiencia que impida ese objetivo, para sentirnos en el fondo satisfechos de cumplir con tal obligación, pero sin tener en cuenta que lo que vale es la plenitud de una entrega amorosa, a pesar y por encima de las propias limitaciones. Y es que a fuerza de ser buenos y de tener tantas virtudes, nace el riesgo de caer insensiblemente en un narcisismo farisaico.
            Que la salvación se haya realizado por el pleno fracaso de Cristo será siempre un misterio incomprensible, pero cabría un intento de explicación humana por este camino. El Padre no es un sadoquista que se goce en el sufrimiento o desamparo de su Hijo, ni pretende reparar la ofensa del ser humano con la sangre y el dolor de una víctima inocente, sino que ha querido simbolizar de forma impresionante y llamativa esta misma enseñanza: la salvación se realiza en el más absoluto de los fracasos. Es la confesión más solemne de que no es el poder humano, del tipo que sea, el que salva y justifica, sino la gratuidad asombrosa de su amor.
            Por eso, no me parece acertada esa pedagogía en la que se ha educado con tanta frecuencia. Ya vimos los peligros que provoca un yo ideal hacia el que se orienta todos los esfuerzos para conseguir el aprecio de los que nos rodean, marginando aquellos otros aspectos que no interesa conocer. En el ámbito religioso ese objetivo se traducía en la búsqueda de la más alta perfección. El  "sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,48), obligaba a una tensión constante para superar cualquier tipo de incoherencia o debilidad,  pero sin tener en cuenta que lo que vale es la plenitud de una entrega amorosa, a pesar y por encima de las propias limitaciones
            Desde esta perspectiva, no creo exagerado afirmar que uno comienza a ser cristiano, a partir del momento en que abandona las ganas de ser perfecto. Es decir, cuando el interés principal no queda absorbido por conseguir una imagen estética, que despierta el narcisismo y fomenta una cierta satisfacción interior. Convertirse no es hacer un balance de cuentas para ver si están con números rojos o existe un amplio superávit, sino jugarse la vida por Aquel que nos amó primero y comprometerse en la realización de su Reino. Una entrega radical que irá configurando nuestra conducta, sin la obsesión por tanto perfeccionismo.

La fuerza de la debilidad

 Dicho de otra manera, el radicalismo evangélico no exige estar en el cuadro de honor o sacar buena nota en conducta, como los niños en el colegio. Es la vida que se entrega con generosidad, como la de Cristo, en un gesto de cariño y servicio, pero sabiendo que, desde la propia debilidad es posible un amor muy profundo y auténtico. Aquí no existe ningún narcisismo latente ni deseo farisaico de pertenecer a una aristocracia espiritual de la que no todos participan. Es Dios lo que interesa por encima de todo, aunque la respuesta sea un tanto parcial por las dificultades que aún no están solucionadas.

 La experiencia de la que nos habla san Pablo  (2 Cor 12,7-10) nos recuerda la verdad bíblica por excelencia: la fuerza y la gracia de Dios ponen su tienda en la debilidad. El deseo del apóstol por quitarse de encima lo que considera un obstáculo para el encuentro con Dios, es la reacción humana frente a aquello que duele, molesta o humilla. Su petición insistente para que lo libre de ese aguijón, que lo considera como un emisario de Satanás, no encuentra la respuesta deseada. En cambio, va a comprender en su oración una verdad que tampoco había asimilado: la fuerza de Dios pone su tienda en la debilidad e impotencia del ser humano. Su reacción, entonces, se hace consecuente: «Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo» (12,9). Alegrarse en la propia incapacidad y limitaciones es la única forma de sentirse potente. El Espíritu nos da una visión muy distinta, que nos libera del apego a la misma perfección.

Tal vez el mayor regalo de su amor pudiera ser esa herida dolorosa  que nunca cicatriza, a pesar de todos los intentos y remedios empleados, pero que nos hace caminar por la vida sin ninguna autosuficiencia, cargados con el peso molesto de una cruz que revela el propio fracaso e incapacidad, pero convertida en un canto de alabanza: en esa realidad tan limitada se hace presente la fuerza de Dios. Cuando no se tiene otra cosa que ofrecer, un sollozo de impotencia es el gesto de amor más auténtico y profundo. En el itinerario hacia Él se experimenta, entonces, la bienaventuranza evangélica: han de sentirse muy pobres los que busquen ponerse a su servicio.

Desde el perfeccionismo a la misericordia

 Y es que la misma forma de entender la perfección ha estado más cercana al pensamiento griego o de una mentalidad esteticista que a las enseñanzas de la revelación. Perfecto es «aquel ser al que nada le falta en su género». El objetivo se ponía en alcanzar una conducta donde no hubiera fallos y desajustes para cumplir con todas las tareas, obligaciones y exigencias que la moral o la espiritualidad ordenaban. La observancia completa de la ley y las buenas obras eran el mejor signo de haber conseguido la meta. El «sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48) era una traducción que obligaba a mucho, ya que nadie quedaba satisfecho de haber respondido a semejante invitación.

La idea bíblica, sin embargo, es algo distinta y mucho más profunda. Es verdad que san Mateo utiliza el adjetivo perfecto, que no es aplicado a Dios en la Biblia nada más que por este autor y en una ocasión (5,48). Los exegetas, sin embargo, están de acuerdo en que es san Lucas quien expresa mejor el ideal evangélico, cuando anima no a la perfección, sino a ser «compasivos,  como vuestro Padre es compasivo» (6,36). Si, en lugar de habernos educado para la perfección, se hubiera insistido en la compasión y misericordia, la vida cristiana se habría vivido con otro talante diferente y más evangélico.

La ética cristiana, por tanto, exige un despliegue hacia lo sobrenatural, debe penetrar en una atmósfera religiosa, quedar transformada por una energía superior que descentre al individuo de su preocupación ética, como objetivo primario, y lo desligue de su afán perfeccionista. Todo esto no significa, sin embargo, que nuestra moral necesite una fundamentación exclusivamente religiosa, o que la justificación de una conducta sólo pueda encontrarse en la palabra de Dios.

Dimensión humana y religiosa de la moral

 Según la opinión más generalizada en la actualidad, los contenidos éticos que aparecen en la Biblia no son revelados por Dios de una manera directa. Lo que Yahvé manda y quiere en el campo de la conducta es fundamentalmente lo que el mismo ser humano descubre que debe realizar a lo largo del tiempo. Así se explican mucho mejor los cambios evolutivos y hasta los juicios morales contradictorios que con frecuencia aparecen en la revelación del Antiguo Testamento.

Si la moral revelada cambia y evoluciona al ritmo de la historia, es porque la inteligencia humana no ha conocido con plenitud los verdaderos valores desde el comienzo y sus juicios encierran necesariamente una serie de lagunas e imperfecciones, consecuencias de su limitación. La forma de manifestar nuestra obediencia no consiste en someternos a unos mandamientos directamente revelados por Él, sino en la docilidad a las exigencias e imperativos de la razón, pues ha pretendido conducirnos por medio de esta llamada interna y personal.

 Es más, cuando Jesús aparece en el evangelio como el modelo por excelencia no es para copiar su conducta, ni siquiera para escuchar unas pautas de comportamiento concretas y particularizadas. Sería una ingenuidad asombrosa acercarse a su vida para reproducir unos gestos o para extraer de sus palabras, mediante la utilización de unas cuantas citas, orientaciones válidas para solucionar nuestros problemas éticos y saber cómo actuar. Y esto por dos razones fundamentales, pues Jesús no ha venido para enseñarnos ningún código completo de moral, ni sus enseñanzas podrían ser aplicadas a nuestra situación sin una previa hermenéutica.

Lo que Cristo vino a revelar, sobre todo, fue un estilo de vida radicalizado en el amor, como el núcleo básico y fundamental de cualquier comportamiento para manifestarse como discípulo suyo (Jn 15,12-13). Jesús ha sido el hombre para los demás, el que ha sabido hacer de su existencia un don y una ofrenda permanente a Dios y a los hermanos. Seguir a Jesús no es andar preocupados tampoco por la propia perfección, sino caminar tras sus huellas, intentando hacer también de la propia vida una ofrenda para ponerla al servicio de Dios y de los demás.


Así se comprende mucho mejor cómo la dimensión humana y religiosa de la moral no son dos fuerzas incompatibles y enemigas que intentan apoderarse de ella para convertirla, como si se tratara de una victoria, en una ciencia secular o profana. No hay que elegir una para dejar en el olvido la otra. Son más bien dos aspectos complementarios de una misma realidad. Es humana en cuanto que existe la capacidad de descubrirla con la razón, de hacerla comprensible a otras personas, de justificarla con motivos que revelan su carácter humanizante. Y se hace religiosa cuando se vive como respuesta a un Alguien que está más allá del valor, cuando lo que impulsa a su cumplimiento es el amor a una persona, cuya voz resuena escondida en cualquier exigencia ética.
E. López Azpitarte

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