«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


4 de julio de 2014

LA MALDICIÓN DE LA LEY

El rescate de una maldición

El título de este capítulo podría interpretarse como una defensa de cualquier anarquismo, que busca la eliminación de todo control. O una condena de cualquier normativa, cuando toda persona sensata reconoce su valor para el crecimiento y maduración de todo individuo, y para marcar los límites que posibiliten la convivencia social y el respeto mutuo. Incluso, desde una perspectiva religiosa, para los judíos era la memoria y el recuerdo constante de aquella alianza, que Yahvé quiso sellar con su pueblo elegido. Por eso, cuando en el destierro se encontraban sin Templo, la conservaban como signo inequívoco de su destino histórico. Era una evocación permanente de todas las maravillas que Dios había realizado con ellos.

Es lógico, por tanto, que la ley no despertara ninguna agresividad o rebeldía, sino que se convirtiera en una realidad sagrada, digna de veneración y agradecimiento. Tenía un carácter sacramental, como símbolo de la presencia y cercanía de Iahvé, que nunca abandonaría a los que así había amado. Era una evocación permanente de todas las maravillas que Dios había realizado con ellos. La doctrina del judaísmo rabínico quedaría expresada, con toda su fuerza y estima, en aquella frase del sermón de la montaña: “mientras duren el cielo y la tierra, no dejará de estar vigente ni una i ni una tilde de la ley sin que todo se cumpla” (Mt. 5,8)

Sin embargo, el evangelio de la libertad, que san Pablo nunca dejó de proclamar, provocó un verdadero escándalo para los judíos piadosos que leían sus cartas. Su doctrina resultaba por completo inaceptable. La ley, que tanta importancia había tenido a lo largo de toda la historia, quedaba completamente marginada, como si hubiera perdido todo su valor.

Convertirse al cristianismo suponía renegar de una tradición sagrada en la que el judío había sido educado. Las diversas sectas rivalizaban en su adhesión más incondicional a la ley  y no podían comprender que un verdadero israelita se atreviera a defender una doctrina tan contraria a esta observancia religiosa. La reacción del pueblo, frente a un movimiento que rompía su propia identidad histórica, resulta bastante comprensible. Desde entonces, la misma literatura rabínica no hace ninguna mención de Pablo y lo considera como un auténtico hereje y cismático. Su pensamiento chocaba de frente  contra uno de los puntos básicos en la teología de aquel tiempo.

El radicalismo de una condena

            Su postura, sin embargo, hay que considerarla como intransigente. Se trataba de un punto donde no cabían concesiones de ningún tipo, ni benévolas tolerancias, si quería defender lo más específico de la experiencia cristiana. El cariño y la comprensión no debían disimular lo más mínimo un aspecto tan importante de la fe. El episodio de Antioquía revela esa actitud inquebrantable frente a la conducta más ambigua del mismo Pedro, que no tuvo el suficiente valor para enfrentarse a los partidarios de la circuncisión. No podía tolerar que algunos falsos hermanos, como intrusos, quisieran privar de esa libertad a los cristianos para esclavizarlos de nuevo con el yugo de la ley: “ni por un instante cedimos, sometiéndonos, a fin de salvaguardar para vosotros la verdad del Evangelio” (Gál 2,5). Es una doctrina que siempre va a mantener con una coherencia absoluta.
Que la doctrina paulina sobre la libertad de la ley fue captada con todo su radicalismo  se deduce de los intentos que, desde el comienzo, existieron por suavizar su pensamiento. No sólo hubo copistas bien intencionados que, por su cuenta y riesgo, quisieron limar las afirmaciones que juzgaron exageradas, sino que, hasta en épocas recientes, se han ofrecido interpretaciones que desvirtúan su auténtica originalidad y fuerza. Si sus afirmaciones admitieran una interpretación reductora y suavizada, no habrían sido motivo de escándalo, ni provocado tanta crítica y discusión.

 Cuando recuerda a los cristianos que "ya no estáis en régimen de ley" (Rom 6,14) o que "os hicieron morir a la ley" (Rom 7,4) no se refiere exclusivamente a la judía ya caducada. La ley para él era el símbolo de toda normativa ética impuesta desde fuera a la persona. El que vive en función de ella no ha penetrado todavía en la esfera de la fe, ni se encuentra vivificado por la presencia del Espíritu. Su vida se mantiene todavía en una situación infantil, ya que "la ley fue nuestra niñera, hasta que llegase Cristo" (Gál 3,23). Por eso el que permanece protegido por ella no será nunca un verdadero hijos de Dios, "porque hijos de Dios son todos y sólo aquellos que se dejan llevar por el Espíritu de Dios" (Rom 8,14).

Tal vez la traducción más exacta de su pensamiento, para comprender el choque que supuso contra la mentalidad de su época, sería afirmar hoy que el cristiano es un persona rescatada por Cristo de la esclavitud de la moral, un ser que vive sin la maldición de esta ley. Ya sé que su doctrina puede resultarnos aún demasiado desconcertante, y prestarse a múltiples equívocos y falsas interpretaciones. De hecho, el mismo san Pablo tuvo que luchar y corregir ciertas conclusiones equivocadas, que algunos pretendieron deducir de esta enseñanza. La esencia de su pensamiento nos hará comprender cómo su enseñanza continúa siendo aplicable a nuestra situación actual.

Sentido de la libertad otorgada por Cristo

Sabemos que en la antigüedad existían grandes mercados de esclavos universalmente conocidos por el prestigio de su organización. Allí estaban los vendedores para ofrecer su mercancía y los que necesitaban de esclavos para ponerlos a su servicio, intentando cada uno obtener las mejores condiciones. Con la compra quedaban en propiedad exclusiva de quien sería en adelante su único dueño y señor. Sin embargo, no eran raros los casos de liberación por filantropía y recompensa. Al que había sido comprado se le entregaba después el título de hombre libre, que lo colocaba para el futuro en un nivel social diferente. Ya no sería nunca más esclavo y gozaría de los derechos y prerrogativas de los demás ciudadanos. Algunos, no obstante, como respuesta y agradecimiento a esta generosidad, permanecían voluntariamente al servicio del templo o de su señor, pero no ya como esclavos, sometidos a la fuerza, sino como personas jurídicamente libres que desean entregarse a esa tarea.

En este contexto, Cristo aparece también como el gran mecenas que, después de pagar el precio del rescate – “no os pertenecéis, ¡habéis sido bien comprados!” (1Cor 6,20)- nos libera del pecado, de la ley y de la muerte, y nos otorga la más absoluta libertad de cualquier esclavitud. Como signo de amor y agradecimiento, el cristiano se convierte, por su propia voluntad, en el esclavo del Señor. Una dinámica distinta -la que nace de su condición de ser libre- es la que orientará en adelante su conducta. Sirve a Dios porque quiere, porque está lleno de cariño y desea responder al que tanto le ha amado con anterioridad. De la misma manera que un individuo podía, mediante un contrato especial, enajenar su libertad en beneficio de un amo o patrono a quien se obliga a servir, el rescatado vive bajo la fuerza del Espíritu, sin que ninguna norma exterior le coaccione desde fuera, porque “el amor de Dios nos apremia” (2Cor 5,15). La conducta será ya una respuesta de cariño agradecido, pero conscientes de que todo lo esperamos de su grac

La libertad cristiana alcanza así su densidad más profunda. Vivir sin ley significa sólo que la filiación divina produce un dinamismo diferente, que orienta la conducta no con la normativa de la ley, sino por la exigencia de un amor que radicaliza todavía más el propio comportamiento. Para el cristiano, vivificado por el Espíritu e impulsado por la gracia interna, no existe ninguna norma exterior que le coaccione o impongan desde fuera. Colocar de nuevo a la ley en el centro de su interés significaría la vuelta a un estadio primitivo e infantil, pues “hemos quedado emancipados de la ley, muertos a aquello que nos tenía aprisionados, de modo que sirvamos según un espíritu nuevo y no según un código anticuado” (Rom 7,6).

La ley en la espiritualidad cristiana

 No es extraño que este aprecio de la ley se haya mantenido en la espiritualidad cristiana. Si la moral nos enseña no sólo a realizarnos como personas, sino a vivir como hijos de Dios y responder a su palabra, lo más importante para la vida del creyente es encontrarse con la voluntad del Señor en un clima de fe; hacerse dócil y obediente a esa llamada que nos viene de arriba. De ahí, la pregunta básica y fundamental, en el campo de la praxis, de cómo es posible el descubrimiento de esa vocación. La respuesta más común y ordinaria remitía de nuevo a la moral: cumpliendo con los preceptos y normas de conducta expresamos nuestra obediencia a Dios. De esa manera la ley se mantenía como la señal más universal y explícita de su soberana voluntad, manifestaba el camino más corto y evidente para conocer sus designios concretos sobre cada persona. Vivir cristianamente equivalía al cumplimiento, lo más exacto posible, de los valores e imperativos éticos.
Las alabanzas y la invitación a su más estricta observancia encontrarían aquí su justificación humana y espiritual. Sin embargo, y a pesar de todos los valores psicológicos, comunitarios y religiosos, cuya objetividad nadie niega, la ley ha sido también objeto de importantes críticas desde esas mismas ópticas. Su cumplimiento ha tenido siempre el riesgo de inclinarse hacia un legalismo que psicólogos y profetas de todos los tiempos no se han cansado de condenar. Bastantes conflictos humanos y espirituales tienen mucho que ver con la forma de relacionarse con la ley, como ya hemos apuntado en capítulos anteriores.
La observancia ha degenerado, a veces, en una búsqueda de seguridad infantil que elimina otras preocupaciones y responsabilidades; ha servido como instrumento para obtener el aprecio y la estima de los demás, que lo ofrecen como recompensa a los que obedecen y aceptan lo que está mandado; sirve para satisfacer nuestro propio narcisismo, cuando queremos responder a un yo ideal y perfeccionista, que no tolera ningún desajuste entre lo que nos exige y lo que somos; y hasta se pretende con ella obtener la salvación, aumentar la amistad con Dios y hacer presente el reino de Dios entre nosotros.

Para descubrir la voluntad de Dios: el discernimiento

Nadie está exento de estas desviaciones, que nacen de un legalismo que no tiene ningún valor humano ni religioso. En este sentido, la liberación de la ley se impone como una exigencia ineludible para vivir nuestra condición de personas y de cristianos. Pero, sobre todo, cuando se busca cómo descubrir en serio la voluntad de Dios y cuál es la metodología cristiana para conseguir esa meta, ni la moral ni la ley constituyen la mejor manera de alcanzar ese objetivo. Sólo un discernimiento espiritual auténtico capacita de veras para una finalidad como ésta, por dos razones fundamentales que vamos a explanar.

 En primer lugar, la iluminación de la vida, para saber cómo actuar y comportarse, no se efectúa ya por el conocimiento de unos principios éticos, ni por el análisis exacto y detallado de todos sus contenidos, sino sólo cuando, movidos por la fuerza interior del Espíritu y libres de toda coacción legal, nos dejamos conducir por la llamada del amor. Este dinamismo original y sorprendente es el que inventa la propia conducta del cristiano. El que tema vivir en este régimen de libertad no pertenece a la familia de Dios, donde la única ley existente está oculta en el interior: “pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31,33)

El miedo y recelo existente a utilizar este lenguaje de la revelación es un indicio de la esclavitud de muchos cristianos, que la prefieren para mayor seguridad y para eximirse de todo compromiso responsable. Y es que resulta duro comprender -tal vez porque no vivimos en ese clima- que, para los hijos de Dios, no existe ya otra ley que la que nace por dentro, como imperativo del amor y que lleva a una vida moral y honesta: “proceded según el Espíritu, y no deis satisfacción a las apetencias de la carne... si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley” (Gál 5,16-18). El "ama y haz lo que quieras" de san Agustín parece todavía demasiado peligroso. Pero olvidarlo equivale a eliminar el sentido más auténtico de la diaconía cristiana: “servíos unos a otros por amor. Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo»” (Gál 5,14).

Más allá de las obligaciones generales

En segundo lugar, sería un error lamentable creer que en la ley se puede encontrar la respuesta completa y adecuada. Sus exigencias afectan siempre a todos los miembros de una sociedad, pero está por completo incapacitada para descubrir al cristiano aquellas otras demandas mucho más personales. Existe, en efecto, una zona íntima y exclusiva de cada persona, donde las normas universales no tienen ni pueden tener cabida. Se trata de una esfera de la vida moral y religiosa que por, el hecho de no estar reglamentada, no queda tampoco bajo el dominio del capricho, ni de una libertad absoluta. Dios es el único que puede penetrar hasta el fondo de esa intimidad, cerrada a cualquier otro imperativo, para hacer sentir su llamada de manera personal, exclusiva e irrepetible.

Incluso el núcleo más íntimo de cada persona queda siempre sometido a su querer, pues sería absurdo e inadmisible que Él no pudiera dirigirse a cada uno nada más que como miembro de una comunidad, y no de una forma única y personalísima. La distinción clásica entre preceptos y consejos estaba imbuida de esta mentalidad. Si los primeros eran obligatorios, estos últimos no constituían ninguna obligación, ya que no se imponen a todos los creyentes. Como si su palabra no tuviese la fuerza suficiente para obligar a un cristiano, cuando le sale al encuentro en cualquier circunstancia de la vida.

Y es que cuando Dios se acerca e insinúa su voluntad para llevar a cada uno por un sendero concreto, nadie puede defenderse con la excusa de que tales exigencias no pertenecen al campo de la ética, o que no constituyen verdaderos y auténticos imperativos, aunque no sean válidos para los demás. Una ética cristiana, por tanto, debería ser siempre una ayuda para descubrir esta vocación personalizada. Pero cuando se trata de encontrarla, no basta el simple conocimiento y aceptación de todos los valores y principios éticos, incapaces por su universalidad de cumplir con una tarea semejante, sino que se requiere un serio discernimiento espiritual, como el único camino para semejante descubrimiento interior.

Es el mismo san Pablo, sobre todo, quien otorga al discernimiento una importancia decisiva en la vida ordinaria de cada cristiano. La expresión «lo que agrada al Señor», tan constante y repetida en sus escritos, se encuentra siempre relacionada con este discernimiento personal. No se trata de ver cómo se aplica una norma a las situaciones particulares, o de interpretar su contenido en función de las circunstancias, sino de enfrentarse con el querer de Dios para descubrir lo que me exige de una forma muy particularizada, más allá de las obligaciones generales.

Con los ojos y el corazón de Dios

El único peligro que existe en este campo como en tantos otros, es caer en un subjetivismo engañoso para acomodar la voluntad de Dios a la nuestra y guiar la conducta en función de nuestros propios intereses. El sujeto que discierne no es un absoluto incondicionado, sino que se encuentra ya con una serie de influencias, que escapan de ordinario a su voluntad. Nunca se sitúa de una forma neutra ante sus decisiones, pues ya está afectado por una serie de factores diversos que dificultad una decisión objetiva. Sin embargo, siempre que se habla de discernir, los textos paulinos manifiestan la urgencia y necesidad de una transformación profunda en el interior de la persona. La inteligencia y el corazón, como las facultades más específicas del ser humano, requieren un cambio radical, que las coloca en un nivel diferente al anterior y les posibilita un conocimiento y una sensibilidad que han dejado de ser simplemente humanas. Se trata ahora de conocer y amar, de alguna manera, con los ojos y el corazón de Dios.

Esto significa que el discernimiento tiene que ver muy poco con la democracia. Esta será la forma menos mala de gobernar una sociedad, pero la presencia del Espíritu, su invitación y su palabra no se detecta siempre allí donde vota la mitad más uno. Como tampoco está presente en los responsables de la Iglesia por el simple hecho de estar constituidos en autoridad, ni en los hombres de ciencia por mucha teología que dominen. Cuando se trata de discernir son otras las categorías que entran en juego. A Dios lo captan fundamentalmente los que se encuentran comprometidos e identificados con Él, los que han asimilado con plenitud los valores y las perspectivas evangélicas.

En un clima de libertad cristiana, que nos salva de la esclavitud de la ley y donde el discernimiento ocupa el lugar de preferencia, ¿tiene algún sentido entonces la moral como conjunto de normas? Para la persona creyente que vive en un régimen de amistad, impulsado por la gracia del Espíritu, ¿cuál será su función?

La moral nos descubre la propia indigencia

De nuevo San Pablo utiliza una metáfora que todavía conserva una riqueza y expresividad extraordinaria. La ley ha ejercido la función de pedagogo, como un maestro que orienta y facilita la educación de las personas, hasta la llegada de Cristo (Gál 3,24). Ella nos abrió la senda que nos conduce hacia el Salvador, por un mecanismo del que todos hemos sido conscientes.

 La única condición para recibir la gracia, como hemos dicho antes, es experimentar la urgencia de sentirse salvado por una fuerza trascendente. En la medida en que la persona capta su pobreza, indigencia e incapacidad, buscará fuera la salvación que ella no puede conseguir. Ahora bien, “la ley no da sino el conocimiento del pecado” (Rom 3,20). Al confrontarnos con ella, aunque su cumplimiento no justifique, se comprende el margen de impotencia y limitación que cada uno descubre en su interior y que no puede superar por sí mismo, pues "aunque quiera hacer el bien es el mal el que se presenta» (Rom 7, 21). Esta dolorosa sensación que la moral nos revela despierta un grito de esperanza: "¿Quién me librará de este ser mío, instrumento de muerte? Pero ¡cuántas gracias le doy a Dios por Jesucristo nuestro Señor!", quien "lo que resultaba imposible a la Ley... lo ha hecho" (Rom 7,24 y 8,3). A través del fracaso, experimentado por la inobservancia de la ley, se ha descubierto la necesidad de un Salvador. Se reconoce la propia indigencia que nos abre a la posibilidad de una gracia.

El régimen legal, que debería ser sólo una etapa pasajera e introductoria, no debe convertirse en algo absoluto y definitivo. Si en lugar de preparar al cristiano para una libertad adulta y responsable se prefiere seguir manteniéndolo en un estado infantil -con la ley, como una niñera que no se aparte de su lado-, la crítica que aparece en la carta a los hebreos tendrá en nuestro ambiente una perfecta aplicación: «Cierto, con el tiempo que lleváis, deberíais ya ser maestros y, en cambio, necesitáis que os enseñe de nuevo los rudimentos de los primeros oráculos de Dios; habéis vuelto a necesitar leche, en vez de alimento sólido; y claro, los que toman leche están faltos de juicio moral, porque son niños» (Heb 5,13).

Para medir la tensión interior y evitar posibles engaños

Incluso para los justos, la moral puede servir como termómetro para medir el grado de nuestra vivificación interior. La afirmación de Pablo no deja lugar a dudas: «Si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Gál 5,18). Es decir, cuando existe una tensión interna, espiritual y dinámica no se requiere ninguna reglamentación. Desde dentro surge, como una necesidad espontánea, la inclinación a realizar lo que es bueno y está mandado. El precepto nace como una llamada externa para recordar lo que ya  se está olvidando en el interior En este sentido puede afirmarse con toda propiedad que ninguna ley o código ético "ha sido instituida para la gente honrada; está para los criminales e insubordinados, para los impíos y pecadores... y para todos los demás que se opongan a la sana enseñanza del Evangelio" (1 Tim 1,9-11).

El día que la exigencia interior decaiga en el justo, la ley vendrá a recordarle que ya no se siente animado por el Espíritu. Desde fuera oirá la misma invitación, pero que ya no resuena por dentro. Es más, cuando la coacción externa de la ley se experimente con demasiada fuerza, cuando resulte excesivamente doloroso su cumplimiento, será un síntoma claro de que nuestra tensión espiritual ha sufrido un descenso progresivo. Si la ley se vivencia como una carga molesta, como una forma de esclavitud, habría que tener una cierta nostalgia, pues "donde hay Espíritu del Señor, hay libertad" (2Cor 3,18). La moral, de esta forma, no sólo nos ayuda a sentirnos salvados por Cristo, sino que descubre a cada uno la altura de su nivel espiritual.

Finalmente tampoco se debe olvidar que nuestra libertad, como nuestra salvación, se mantiene en un estado imperfecto, sin haber alcanzado la plenitud, pues sólo tenemos la primicia (cf. Rom 8,23) y la garantía (cf. 2 Cor 1,22) de la liberación definitiva. En este estado, la norma objetiva ayudará a discernir sin equívocos posibles las obras de la carne y los frutos del Espíritu, a no confundir las inclinaciones y apetencias humanas con la llamada de Dios. El que peregrina todavía por el mundo está todavía sujeto a sus engaños y mentiras, y su libertad, por ello, es demasiado frágil e imperfecta. Tener delante unas pautas de orientación con las que poder confrontar la conducta es un recurso prudente y necesario. En aquellas ocasiones, sobre todo cuando la complejidad del problema y la falta de conocimiento impiden una valoración más personal, las normas iluminan, dentro de sus posibilidades, el camino más conveniente. Pero nunca deberían ocupar el puesto de privilegio que tantas veces se les ha otorgado.

Caminar hacia esta libertad y discernimiento, donde el papel de la ley y de la moral tiene que ser más secundario de lo que todavía se estila en la vida cristiana, es una larga tarea a proseguir que aún nos queda por delante. Para los creyentes, como recordaba san Pablo a los gálatas, no queda nada más que una alternativa: o vivir con la libertad de los hijos de Dios, o seguir sometidos a la ley, como esclavos, de la que Jesús nos había liberado (Gal 1-7).
 E. LÓPEZ AZPITARTE

           




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