«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


17 de octubre de 2014

PABLO VI Y TERESA DE ÁVILA: LUZ DE CRISTO PARA LA HUMANIDAD

(RV). Pablo VI proclamó a Santa Teresa de Jesús Doctora de la Iglesia, destacando que era la primera mujer en recibir este título, que incidía en la historia de la Iglesia y que las mujeres, están llamadas a «reconciliar a los hombres con la vida», «a salvar la paz del mundo» (VAT. II, Mensaje a las Mujeres). «Santa Teresa era española, y con razón España la considera una de sus grandes glorias». Mujer excepcional, gran carmelita, fundadora, reformadora, escritora genialísima y fecunda, resplandor de sabiduría en la santidad, madre y maestra espiritual, contemplativa y activa en la oración, con todas sus fuerzas para llegar a Dios, por encima de todo obstáculo. Son algunas de las magníficas características que recordó el Papa Montini en su intensa y emocionada homilía, pronunciada también en español ese histórico 27 de septiembre de 1970: 

«Debemos añadir dos observaciones que Nos parecen importantes. En primer lugar hay que notar que Santa Teresa de Ávila es la primera mujer a quien la Iglesia confiere el título de Doctora; y esto no sin recordar las severas palabras de San Pablo: «La mujeres cállense en las Iglesias» (1 Cor. 14. 34); lo cual quiere decir todavía hoy que la mujer no está destinada a tener en la Iglesia funciones jerárquicas de magisterio y de ministerio. ¿Se habrá violado entonces el precepto apostólico?

Podemos responder con claridad: no. Realmente no se trata de un título que comparte funciones jerárquicas de magisterio, pero a la vez debemos señalar que este hecho no supone en ningún modo un menosprecio de la sublime misión de la mujer en el seno del Pueblo de Dios. 

Por el contrario ella, al ser incorporada a la Iglesia por el Bautismo, participa de ese sacerdocio común de los fieles, que la capacita y la obliga a «confesar delante de los hombres la fe que recibió de Dios mediante la Iglesia» (Lumen gentium, c 2, 11).
Y en esa confesión de la fe tantas mujeres han llegado a las cimas más elevadas, hasta el punto de que su palabra y sus escritos han sido luz y guía de sus hermanos. Luz alimentada cada día en el contacto íntimo con Dios, aún en las formas más elevadas de la oración mística, para la cual San Francisco de Sales llega a decir que poseen una especial capacidad. Luz hecha vida de manera sublime para el bien y el servicio de los hombres. 
Por eso el Concilio ha querido reconocer la preciosa colaboración con la gracia divina que las mujeres están llamadas a ejercer, para instaurar el reino de Dios en la tierra, y al exaltar la grandeza de su misión, no duda en invitarlas igualmente a ayudar «a que la humanidad no decaiga», a «reconciliar a los hombres con la vida», «a salvar la paz del mundo» (VAT. II, Mensaje a las Mujeres). 

En segundo lugar, no queremos pasar por alto el hecho de que Santa Teresa era española, y con razón España la considera una de sus grandes glorias. En su personalidad se aprecian los rasgos de su patria: la reciedumbre de espíritu, la profundidad de sentimientos, la sinceridad de alma, el amor a la Iglesia. Su figura se centra en una época gloriosa de santos y de maestros que marcan su siglo con el florecimiento de la espiritualidad. Los escucha con la humildad de la discípula, a la vez que sabe juzgarlos con la perspicacia de una gran maestra de vida espiritual, y como tal la consideran ellos.

Por otra parte, dentro y fuera de las fronteras patrias, se agitaban violentos los aires de la Reforma, enfrentando entre sí a los hijos de la Iglesia. Ella por su amor a la verdad y por el trato íntimo con el Maestro, hubo de afrontar sinsabores e incomprensiones de toda índole y no sabía cómo dar paz a su espíritu ante la rotura de la unidad: «Fatiguéme mucho - escribe - y como si yo pudiera algo o fuera algo lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal» (Camino de perfección, c. 1, n. 2; BAC, 1962, 185). 
Este su sentir con la Iglesia, probado en dolor que dispersaba fuerzas, la llevó a reaccionar con toda la entereza de su espíritu castellano en un afán de edificar el reino de Dios; ella decidió penetrar en el mundo que la rodeaba con una visión reformadora para darle un sentido, una armonía, una alma cristiana. 

A distancia de cinco siglos, Santa Teresa de Ávila sigue marcando las huellas de su misión espiritual, de la nobleza de su corazón sediento de catolicidad, de su amor despojado de todo apego terreno para entregarse totalmente a la Iglesia. Bien pudo decir, antes de su último suspiro, como resumen de su vida: «En fin, soy hija de la Iglesia». 

En esta expresión, presagio y gusto ya de la gloria de los bienaventurados para Teresa de Jesús, queremos adivinar la herencia espiritual por ella legada a España entera. Debemos ver asimismo una llamada dirigida a todos a hacernos eco de su voz, convirtiéndola en lema de nuestra vida para poder repetir con ella: ¡Somos hijos de la Iglesia!»

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