«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


14 de diciembre de 2014

LA MISIÓN DE LA MUJER EN LA IGLESIA


En estos momentos cobra plena actualidad el mensaje que el Concilio Vaticano II dirigió a las mujeres:
«Llega la hora, ha llegado ya, en que la vocación de la mujer se desarrolla plenamente; la hora en que la mujer consigue en la sociedad una influencia, una irradiación, una posición jamás tenida hasta ahora. En un tiempo en que la humanidad experimenta un cambio tan profundo, las mujeres iluminadas por el Evangelio pueden contribuir de modo eficaz a que ella no se autodestruya» [1].
La Universidad Católica de Ávila es un centro universitario aún joven. Sin embargo, a lo largo de estos dieciocho años de existencia, os habéis ganado un merecido prestigio a nivel nacional gracias a la fundamentación antropológica cristiana de los estudios que en ella impartís y, como no, por la relevancia que dáis a la aportación de las mujeres a la sociedad y a la Iglesia. Quisiera destacar hoy, aquí, la encomiable labor que realizáis en ella el Instituto Secular de las Cruzadas de Santa María: la Cátedra que hoy tengo el gran honor de inaugurar, es fruto e instrumento de esa aportación.
Hago mío en este momento el agradecimiento de San Juan Pablo II en la carta apostólica Mulieris dignitatem[2] (15 de agosto de 1988) sobre la dignidad y vocación de la mujer:
«La Iglesia desea dar gracias a la Santísima Trinidad por el misterio de la mujer y por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las maravillas de Dios, que en la historia de la humanidad se han realizado en ella y por ella» (n. 31).
En la Carta a las mujeres del 29 de junio de 1995, este mismo Papa hacía extensivo el agradecimiento a todas y cada una de las mujeres: a las madres, hijas y hermanas; a las trabajadoras que participan en todos los ámbitos de la vida social, económica, cultural, artística, política y cultural; a las mujeres consagradas, que ayudan a la Iglesia y a toda la humanidad a vivir para Dios una respuesta esponsal, que expresa la comunión que Él quiere establecer con cada criatura (cf. n. 2).
Pero Juan Pablo II reconocía que no basta con el agradecimiento:
«Por desgracia somos herederos de una historia de enormes condicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino de la mujer, le han impedido ser ella misma y ha empobrecido a la humanidad entera de auténticas riquezas espirituales. Es difícil señalar las responsabilidades precisas». En todo caso, escribe el Papa, «si esto se ha debido a responsabilidades objetivas incluso en no pocos hijos de la Iglesia, lo siento sinceramente» (n. 3).
Más allá de las responsabilidades concretas, cabe añadir que la mayoría de los escritores eclesiásticos de la Antigüedad y de la Edad Media parten de una cierta primacía del género masculino. Sin embargo, también hay que subrayar que nunca establecieron una gradación ontológica y esencial (como sí hicieron las filosofías emanacionistas neoplatónicas), ni una devaluación moral (como hizo el gnosticismo).
Estas concepciones contradicen diametralmente la doctrina de la bondad de lo creado, la condición personal de las mujeres y, por tanto, la mediación personal en la inmediatez con Dios. De hecho, hoy tenemos que recordar que tal modo de hablar ha sido estigmatizado como herético en la tradición eclesial.
Desde un punto de vista teológico, el criterio primero y último para determinar el valor y dignidad de la persona humana no son los parámetros de una ideología basada en la competitividad y en el consumo, sino la relación personal con Dios y con los hombres. La única diferencia social que establece Jesús en los Evangelios no es entre hombres y mujeres, sino entre ricos autosuficientes que no necesitan de nada ni de nadie, y pobres que confían plenamente en el Señor que nunca abandona a su pueblo.
Esto tiene su primera plasmación en la doctrina de la plena filiación divina de todo bautizado (Ga 3,28; Hch 2, 17). Lo decisivo según la Iglesia es la vocación a la comunión con Cristo Jesús, en la fe y en el seguimiento. Por el bautismo, los creyentes, tanto varones como mujeres, sin distinción alguna, son incorporados en la relación que Cristo, como Hijo de Dios, tiene con su Padre (Gal 3, 28; 4, 4-6) por la fuerza del Espíritu de Amor que habita en el corazón del hombre (Rm 5,5).
Por eso, el sentimiento del que hablaba Juan Pablo II tiene que convertirse para la Iglesia en un compromiso de renovada fidelidad al Evangelio. El Evangelio tiene un mensaje de perenne actualidad para la mujer que brota de la actitud misma de Cristo frente a ella. Esta renovada fidelidad al Evangelio ha dado ya frutos en una lectura de los signos de los tiempos a la luz de la revelación bíblica atestiguada en la Biblia.
¡Cómo no recordar en este contexto el testimonio y la reflexión pionera de Santa Edith Stein sobre la misión de la mujer en el orden de la creación y de la gracia! A Sor Teresa Benedicta de la Cruz, como fue conocida en el Carmelo, le tocó vivir un tiempo de grandes cambios para la imagen y el puesto de la mujer en la sociedad. Ella, con gran sutileza y clarividencia, entendió y defendió que la Iglesia debía abordarlos en su totalidad y profundidad últimas.
Al respecto, fue pionera en el planteamiento teológico antropológico de la cuestión femenina en el siglo XX. Su pensamientoin merito sigue siendo un punto de referencia para cualquier profundización posterior.
La santa mártir de Auschwitz recorrió un peculiar camino personal desde el incipiente feminismo de inicios del siglo XX, hasta la consagración religiosa, pasando por sus intentos, demasiado avanzados para su tiempo, de ser catedrática de universidad y por su fecunda dedicación a la enseñanza y al pensamiento. De hecho, fue una de las primeras mujeres que en los ambientes católicos de la Alemania de entonces fue requerida como conferenciante.
Como acabamos de afirmar, de joven participó en el movimiento feminista. Se inscribió, por ejemplo, en la Asociación prusiana para lograr el voto de la mujer. Después de la Primera Guerra Mundial se afilió a un partido para contribuir a la reconstrucción alemana. Vivió luego en primera persona la lucha por el acceso de la mujer a la Universidad y al trabajo profesional. Tras su conversión al catolicismo, inició una andadura radicalmente novedosa para ella, pues tuvo que repensar todas estas mismas cuestiones, a instancias de grupos feministas católicos que le preguntaban sobre la colaboración con grupos feministas no católicos[3].
El movimiento católico de mujeres tenía, según ella, mucho en común con el movimiento no católico. Aquél le debía a éste su precioso valor de pionero en el ámbito económico, con la apertura al trabajo profesional y a la formación correspondiente; en el ámbito jurídico-político y social, con la apertura a la colaboración femenina.
Incluso en la valoración como esposa y madre, podemos encontrar en ella elementos comunes con el feminismo moderado. Sin embargo, Edith Stein advertía que estas coincidencias habían crecido en el terreno ideológico del idealismo alemán y del liberalismo. Su conclusión personal era que el movimiento feminista católico debería mantenerse siempre sobre el terreno propio de la fe y de la concepción católica del mundo y sólo desde esta base, avanzar lentamente en el diálogo para poder aportar un elemento realmente novedoso y fecundo[4].
Los cambios que se estaban produciendo en su tiempo exigían, según Santa Edith Stein, renovar el planteamiento católico de la mujer en un doble sentido. Primero, valorando los cambios, no sólo en forma negativa, sino discerniendo argumentativa y seriamente lo que era aceptable de lo que era inaceptable en la evolución de los hechos, de las ideas y de la investigación moderna relativos a la mujer.
En segundo lugar, elaborando una doctrina global sobre la sexualidad y el matrimonio que fuese verdaderamente católica. A partir de ella, en tercer lugar, se podría elaborar una doctrina sobre los fundamentos teológicos y antropológicos de la educación de la mujer[5].
Este plan es el que intentó trazar en las lecciones que mantuvo en el “Instituto de Pedagogía” de Münster durante el semestre de verano de 1932. Fueron publicadas con el título Problemas de la moderna formación de las muchachas[6].
Con gran acierto, dio un paso más y dejó programado para el curso de invierno (los últimos meses de 1932 y los primeros de 1933) un curso de antropología que sirviera de fundamento adecuado a la educación cristiana de las mujeres en la actual situación. Tal curso fue publicado bajo el título de La estructura de la persona humana[7].
La aportación y actualidad de Edith Stein, está sobre todo en la purificación de la imagen de la mujer en la sociedad y en la comunidad eclesial, a la luz de la revelación bíblica y de la fundamentación en una antropología integral, la cual incorpora la dualidad varón-mujer y que puede servir de base a la formación de las muchachas.
Al hilo del comentario a los relatos creacionistas del Génesis, del papel de las mujeres en la Historia de la salvación y en la Iglesia, pero sobre todo, a la luz de la vocación de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, esta santa y gran intelectual distingue una triple vocación de la mujer en cuanto distinta pero relacionada con el varón, el mundo, los hombres y Dios: la mujer como compañera, madre y virgen [8].
Los cambios en la concepción de la mujer de los que hablaba Edith Stein, hoy se han radicalizado. Se delinean nuevas tendencias a la hora de abordar la cuestión femenina. Una subraya el hecho de la ancestral subordinación de la mujer, sustentando así una actitud de contestación y rebeldía: la mujer, para ser ella misma, debería constituirse en antagonista del varón. Esto lleva a una rivalidad entre los sexos que sólo puede tener consecuencias funestas en la vida personal, familiar y social.
Una segunda tendencia tiende a cancelar las diferencias entre los dos sexos, consideradas producto de condicionamientos histórico-culturales. Es la llamada ideología de género que minimiza la diferencia corpórea, llamada sexo, y realza la dimensión estrictamente cultural, llamada género. Según esta concepción ideológica, la persona humana debería liberarse de sus condicionamientos biológicos y debería configurarse, en cambio, según sus propios deseos. De esta manera, supuestamente, sería libre de toda predeterminación vinculada a su constitución esencial. Se extiende hoy así la idea de que la liberación de la mujer sólo es posible desde una crítica de las Sagradas Escrituras, pues transmitirían una concepción patriarcal de Dios, alimentada por una cultura esencialmente machista. En segundo lugar, tal tendencia consideraría sin importancia ni relevancia el hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana en forma masculina.
Juan Pablo II intentó responder a estos desafíos situándose en la estela de Edith Stein. En primer lugar, en la carta apostólicaChristifideles laici habla de la necesidad de una antropología teológica que integre lo que se refiere a la diversidad sexual:
«La condición para asegurar la justa presencia de la mujer en la Iglesia y en la sociedad, es una consideración más penetrante y cuidadosa de los fundamentos antropológicos de la condición masculina y femenina, destinada a precisar la identidad personal propia de la mujer en su relación de diversidad y de recíproca complementariedad con el hombre, no sólo por lo que se refiere a los papeles a asumir y las funciones a desempeñar, sino también, y más profundamente, por lo que se refiere a su estructura y a su significado personal» (n. 50).
En segundo lugar, en su carta apostólica Mulieris dignitatem tuvo muy en cuenta la reflexión de Edith Stein sobre la mujer como madre-esposa-virgen, a la luz de María, en cuanto presente en el misterio de Cristo.
1. Un planteamiento más penetrante y cuidadoso de los fundamentos teológico-antropológicos de la diversidad sexual
La antropología cristiana tiene su punto de partida en la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios. Los dos relatos de la creación en el Génesis, el yahvista y el sacerdotal, muestran que la existencia del género humano en dos sexos y de cada ser humano concreto como varón o mujer es expresión directa de la voluntad creadora de Dios. La condición sexuada forma parte de la creación del hombre a imagen de Dios.
Esta visión contrasta, por ejemplo, con el mito platónico del hombre primordial. Este, dividido en dos partes, tenderá por su propia naturaleza a unirlas de nuevo y a reconstruir su unidad originaria. Contrasta también con el “mito de la teogamia” que presenta la oposición entre el principio masculino y femenino como la estructura más íntima de toda la realidad: desde la materia hasta el ser de los dioses y de los hombres.
El yahvista destaca más el significado de complementariedad de ser varon o mujer y la función unitiva del matrimonio como institución divina. Parte del principio de que el hombre no ha sido creado para estar solo (Gn 2, 18). La naturaleza del hombre exige la relación con alguien que esté a su nivel. En la fórmula “una ayuda semejante a él” se expresan la complementariedad y la semejanza. La mujer complementa al hombre, pero no es un simple complemento subordinado y destinado a superar la soledad del varón, sino un ser digno de él, de su misma naturaleza. La mutua complementariedad del hombre y la mujer es algo querido por Dios. La mujer se sitúa en el mismo nivel que el hombre, es una persona humana como él y junto a él.
También el relato sacerdotal supone que lo humano se realiza en la bipolaridad sexual y confirma y avala la igualdad fundamental del hombre y la mujer, ambos creados a imagen de Dios (Gn 1, 27). La imagen se aplica a la común humanidad del hombre y de la mujer y a la vocación de los dos a la unidad. La diversidad sexual proviene de la voluntad del Creador y, por lo mismo, es buena (Gn 1, 31). El varón está llamado a unirse a la mujer por explícita voluntad de Dios. El relato sacerdotal no subraya la dimensión unitiva de la pareja. Fija la atención más bien en la función procreativa y en la idéntica misión de ambos en la tarea de dominar la tierra (Gn 1, 27-28).
Los profetas presentan el matrimonio como símbolo de la alianza de Dios con Israel. Su interés no es presentar la teología del matrimonio, sino ilustrar la alianza entre Dios y su pueblo. Ahora bien, ilustrando su alianza mediante el símbolo conyugal, Dios manifiesta el sentido del matrimonio y señala en él una dimensión insospechada desde el punto de vista humano. Los profetas del Antiguo Testamento entrevieron la existencia de un modelo divino de la pareja humana: la alianza entre Yahvé Israel realizada en el Sinaí, alianza imperfecta y, sobre todo, rota por las infidelidades de Israel, pero esperada bajo su forma definitiva en los tiempos mesiánicos gracias a la fidelidad inquebrantable de Yahvé (Os 1 y 3; Jer 2-3; 31; Ez 16 y 23; Is 54 y 62). La exaltación de la fidelidad inquebrantable de Yahvé y la condena implacable de la idolatría de Israel dejan restallando el principio de que la unidad e indisolubilidad son las propiedades del matrimonio según la voluntad de Dios.
El Nuevo Testamento presenta el misterio salvador de Cristo como un misterio nupcial, en el que Dios y la Iglesia, recapitulando a toda la humanidad, se encuentran frente a frente como esposo y esposa. Jesús se compara a sí mismo con un novio o esposo (Mt 9, 15; Mc 2, 19-20; Lc 5, 34-35).
En la parábola de las bodas, Cristo aparece como el esposo (Mt 22, 1-4), puesto que el rey simboliza a Dios (Mt 25, 34. 40) y el Hijo es uno de los títulos de Jesús (Mt 21, 37-38). Lo mismo cabe decir de la parábola de las diez vírgenes (Mt 25, 1-13). El Apocalipsis describe las bodas místicas del Cordero con su esposa en un clima de paraíso reencontrado (Apo 21, 3-4). La Nueva Jerusalén (la esposa, es decir, la Iglesia) aparece ataviada como una novia que se adorna para su esposo, el Cordero degollado (Ap 21, 2. 9; 5, 6). A estas bodas místicas, en la que la esposa, como una virgen pura, se halla vestida de lino blanco (signo de las buenas obras), son invitados todos los elegidos (Ap 19, 7-9), quienes son también vírgenes (Ap 14, 4).
En definitiva, en la perspectiva bíblica, la sexualidad masculina o femenina es una cualidad del hombre enraizada en su dimensión corpórea que, en razón de la correlativa constitución de alma y cuerpo, determina el ser personal humano.
Desde el punto de vista formal, las personas del varón y de la mujer tienen la misma dignidad. De ello se sigue que todas las características básicas de la naturaleza humana (la corporeidad, la mundanidad, la interpersonalidad, la dignidad personal, la trascendentalidad a Dios) se realizan y se concretan en cada ser humano según su condición específica de hombre o de mujer. Todas y cada una de las personas han sido creadas a imagen de Dios. Cada persona no es, en tanto que varón o mujer, únicamente la mitad de la imagen divina. De acuerdo con su indivisible personalidad, cada ser humano representa de manera completa la mediación (constitutiva de su esencia) hacia la inmediatez con Dios.
Ahora bien, sólo puede pensarse la modalidad existencial personal de cada ser humano concreto como orientada a otro ser humano. Sólo en virtud de la tensión polar de varón y mujer, se da una multiplicación de los individuos y una historia de la humanidad en la secuencia de las generaciones. La correspondencia de varón y mujer como fundamento de su capacidad de vida en común y de mutua ayuda, en la comunión personal del amor, es el supuesto básico y al mismo tiempo también el protomodelo de toda comunicación humana y de toda formación de comunidad en las realizaciones análogas de la familia, de las comunidades y de la sociedad política y eclesial. En la perspectiva bíblica, la relación del varón y la mujer es la forma básica de la sociabilidad y la interpersonalidad del hombre.
La relación de varón y mujer no es un reflejo unívoco de la relación intratrinitaria de las Personas divinas (no alude a este aspecto Gén 1, 26). Pero la relación personal de las criaturas entre sí es una analogía directa de la relación de la criatura con el creador: no es, por tanto, una simple alegoría externa hablar de la relación de Yahvé con Israel (por ejemplo, Os 1, 2) o de la relación de cada persona humana con Dios o, en definitiva, de la relación de Cristo con su Iglesia (Ef 5,25; 2 Cor 11,2; Ap 19,7; 22,17) recurriendo a la relacionalidad entre el varón y la mujer, revelada en la creación. En la diferencia y referencia entre ambos, se manifiesta que los hombres sólo pueden llevar a cumplimiento su ser personal de forma relacional, en dirección a Dios y a los demás seres personales de la creación.
2. La dignidad y vocación de la mujer a la luz de la presencia de María en el misterio de Cristo según Juan Pablo II en laMulieris dignitatem
Como he dicho antes, en el documento Mulieris dignitatem Juan Pablo II lleva a cabo una meditación sobre la dignidad y vocación de la mujer a la luz de la presencia de María en el misterio de Cristo que merece una mención en este contexto.
«Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gál 4, 4) [9]. Pablo no llama a María por su nombre, sino que la llama mujer. Pone de manifiesto así la relación de la plenitud de los tiempos con la promesa del protoevangelio en Gn 3, 15: «aquella mujer está presente en el acontecimiento salvífico central, que decide la plenitud de los tiempos», plenitud que se realiza en ella y por medio de ella.
La plenitud de los tiempos va unida a la revelación de una novedad en la dignidad y vocación de la mujer según el plan de Dios. En María se realiza la más alta unión con Dios que pueda darse en hombre alguno: el Hijo de Dios nacido de ella en la carne, aunque no según la carne.
Sin embargo, no se refiere sólo al momento del nacimiento. La unión entre madre e hijo abarca todo el desenvolvimiento del misterio de Cristo Hijo (n. 4). En la oración con su Padre Dios, que constituye el centro de su vida, Jesús «hablaba como Hijo, unido al Padre por el eterno misterio del engendrar divino, y lo hacía así siendo al mismo tiempo Hijo auténticamente humano de su Madre Virgen» (n. 8). En María, la contemplación del Verbo de Dios fue, primariamente, materna:
«La maternidad conlleva una comunión especial con el misterio de la vida que madura en el seno de la mujer. La madre admira este misterio y con intuición singular comprende lo que lleva en su interior [...]. Este modo único de contacto con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez una actitud hacia el hombre –no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en general–, que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer» (n. 18).
A la luz del acontecimiento de Cristo, se descubre que en la diferencia y complementariedad de varón y mujer contenidos en la revelación del principio, se apuntaba a otra diferencia y complementariedad: la que ahora se da entre el nuevo Adán y la nueva Eva. En la maternidad de María se inicia el cumplimiento de otro principio de una nueva humanidad:
«He aquí que Dios inicia en ella, con su «at» materno («hágase en mí»), una nueva alianza con la humanidad. Esta es la Alianza eterna y denitiva en Cristo, en su cuerpo y sangre, en su cruz y resurrección. Precisamente porque esta Alianza debe cumplirse «en la carne y la sangre» su comienzo se encuentra en la Madre» (n. 19).
La Iglesia nace en María. No la Iglesia institucional que luego funda Jesús convocando a los apóstoles, dando el primado a Pedro y organizándola en torno a él. Me refiero a la Iglesia santa e inmaculada que vive en su interior asintiendo con fe a la Palabra de Dios, remitiendo a los hombres a hacer lo que Jesús les diga, contemplando amorosamente a su Hijo traspasado, y acogiendo su Espíritu y su gracia para derramarlo sobre los hombres.
En la Anunciación, en Caná y, sobre todo, a los pies de la cruz, María es la personificación de la Iglesia naciente. Es el modelo y tipo de la Iglesia que se perfecciona como Esposa en la escucha, contemplación, acogida del Esposo y entrega a Él. Juan Pablo II contempla este nacimiento no sólo en Nazareth, sino también en el Gólgota:
«La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora, pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo». La primera parte de estas palabras de Cristo se reeren a «los dolores del parto», que pertenecen a la herencia del pecado original; pero al mismo tiempo indican la relación que existe entre la maternidad de la mujer y el misterio pascual» (n. 19).
En las notas de los ejercicios espirituales para su profesión religiosa (del 10 de abril, domingo de Ramos, al 19, martes de Pascua de 1938)[10], la futura sor Benedicta de la Cruz va contemplando, al hilo de la liturgia, el camino pascual de Cristo, dialogando con María sobre su participación en el mismo. Momento álgido es el poema Iuxta crucem tecum stare (viernes santo, 15 de abril). Dice sor Teresa Benedicta a María:
Hoy he estado bajo la cruz contigo
y he sentido con más claridad que nunca
que tú, bajo la cruz, te convertiste en nuestra madre [11].

María engendra de nuevo al Hijo vencedor del príncipe de este mundo cuando es traspasada de dolor al pie de la cruz. Las palabras de Cristo a María y a Juan son una representación privilegiada del acto por el que Cristo funda su Iglesia y establece una nueva alianza. El acto tiene lugar pidiendo nuevamente, pero de modo más grande y elevado, el “sí” de María.
La primera vez fue un sí al Hijo que Dios quería regalarle, y a esta voluntad de Dios que misteriosamente le exigió introducirse en lo incomprensible y grande. Pero ahora, en la hora de la cruz, en la hora de Jesucristo, el “sí” tenía que ser pronunciado de nuevo y de modo nuevo y recibir así una nueva dimensión. Es el sí a todos los hijos e hijas a través de la historia. Es un “sí” cuya exigencia se extiende a toda la historia. También en ese  descansa la Iglesia[12].
María a los pies de la cruz representa el sacerdocio de toda la Iglesia, llamada a ser pueblo sacerdotal como lo fue ella a través de su maternidad y virginidad. Este sacerdocio común tiene, según Juan Pablo II, mucho de femenino:
«En el ámbito del «gran misterio» de Cristo y de la Iglesia todos están llamados a responder –como una esposa– con el don de la vida al don inefable del amor de Cristo […] En el “sacerdocio real”, que es universal, se expresa a la vez el don de la Esposa” (n. 27). Es lo que se intentaba expresar en la Edad Media cuando se representaba una mujer (María) que, al pie de la Cruz, acoge en su cáliz la sangre que brota del costado atravesado de Jesucristo»[13].
La hora de la maternidad espiritual de María a los pies de la cruz coincide con la hora de Cristo. María completaba así, en la maternidad de su carne y de su espíritu, lo que faltaba a los padecimientos de Cristo en bien de su cuerpo que es la Iglesia (Col 1, 24). «De este modo –armaba Benedicto XVI en la Audiencia General del 12 agosto de 2009 sacricio, sacerdocio y Encarnación van unidos, y María se encuentra en el centro de este misterio».
Cristo vinculó explícitamente la institución de la Eucaristía con el ministerio sacerdotal de los Apóstoles. María a los pies de la cruz, con su propia ofrenda, se asocia a la ofrenda sacerdotal de Cristo y completa de alguna manera su sacerdocio. Es lo que faltaba a los sufrimientos y a la oblación de Cristo (Col 1, 24).
Según Juan Pablo II, es necesario armonizar las dimensiones marianas y petrinas de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, confirmando la enseñanza de toda la tradición, ha recordado que en la jerarquía de la santidad precisamente la «mujer», María de Nazaret, es «figura» de la Iglesia. Ella «precede» a todos en el camino de la santidad; en su persona la «Iglesia ha alcanzado ya la perfección con la que existe inmaculada y sin mancha» (cf. Ep 5,27). En este sentido se puede decir que la Iglesia es, a la vez, «mariana» y «apostólico-petrina» (Mulieris dignitatem 27).
Por ser primariamente mariana la Iglesia realiza el ministerio de su feminidad a través de esa maternidad espiritual orientada a engendrar la vida divina en los hombres. Pablo ilustra la hondura de su ministerio apostólico con lo que constituye lo más específicamente femenino: «Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto» (Gál 4, 19).
3. «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19, 20): conciencia femenina de que Dios le confía el ser humano de modo especial
Edith Stein interpreta que si en el Paraíso la serpiente tentadora se dirigió primero a la mujer, fue porque buscaba atentar contra la vida misma, que le había sido confiada de modo especial. Así lo expresa el nombre que le dió Adán (Eva, madre de todos los vivientes), pero también la misión que en el Protoevangelio se asigna a la otra mujer y que Edith Stein refiere no sólo a María, sino a toda mujer: luchar contra el mal para el bien como preparación para la recuperación de la vida[14].
En esa línea se sitúa Juan Pablo II cuando comenta las palabras de Cristo en la cruz: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19, 20):
«La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios le confía de un modo especial al hombre, es decir, el ser humano. Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la mujer -sobre todo en razón de su femineidad- y ello decide principalmente su vocación» (n. 30).
Llamándola mujer, se dirige a ella igual que Adán cuando reconoció a Eva como compañera suya y madre de sus hijos (cf. Gn 2, 23). En este momento de la nueva creación Jesús recuerda en María a cada mujer su misión originaria de ser ayuda para que el ser humano no degenere en su humanidad y de cuidar de la vida, gestándola, alumbrándola y defendiéndola contra el Dragón que sigue intentando también hoy arrebatárselo (cf. Ap 12, 4).
Confiando el ser humano de manera especial a la mujer, Dios no sólo apela a su vocación específica, sino también a su fe, a que permita que su percepción natural sea esclarecida en el fuego de la gracia y su seno materno ensanchado por el amor divino hasta acoger a todos. Sólo así será capaz de comprender al hombre como único ser entre las criaturas que Dios ama por sí mismo (n. 7). Cuando el ser humano se siente buscado y amado por lo que es, le es más fácil acceder al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.
Nuestra sociedad conoce hoy múltiples y sofisticadas maneras de abortar la vida. No se trata sólo del aborto de tantos niños no nacidos, sino también de todas las formas que, bajo pretexto de mejorar la vida, promueven su separación y no la reintegración, el ocultamiento y no la incorporarciónal proceso vital de todo lo que nos confronta con las limitaciones físicas, psíquicas y sociales de la existencia humana. Es la cultura del descarte, denunciada por el Papa Francisco.
Como María que asiste a las bodas de Caná (Jn 2, 1-11) no sólo en condición de madre de Jesús, sino también de la mujer nueva que está al frente del nuevo pueblo de Dios, también la mujer está llamada a construir la nueva humanidad.
Como María, que con la breve advertencia «No tienen vino» (Jn 2, 3) reclama de su Hijo el vino nuevo del amor, único capaz de vivificar y sanar al hombre, también la mujer está llamada a hacer de puente entre la humanidad llagada y el Redentor. A ella se le encomienda especialmente encabezar la lucha contra la desintegración de la vida y defender al hombre contra el ingenio de su propia autodestrucción. Urge que la mujer haga comprender a la sociedad que la promoción de la vida, especialmente la que no puede hacer oír su voz, no es incompatible con estructuras y métodos modernos con tal de que no se independicen de la vida como don. Donde se reconoce el carácter gratuito de la vida, siempre se encontrará también la forma adecuada de ponerse a su servicio.
4. La renovación de la faz de la tierra por la acción del Espíra comienza con frecuencia través de mujeres como Teresa de Jesús
Juan Pablo II escribe que el Espíritu Santo, en el que recibimos y participamos del amor de Dios, es la hipóstasis personal del amor en el plan de Dios. La creación a imagen de Dios significa también que el amor corresponde de forma adecuada al bien que la persona es y que la dignidad y vocación de la mujer se miden por el amor (n. 29). El orden del amor está vinculado a la “unidad de los dos en uno”. Pero el amor es también elemento esencial de la vocación específica de mujer:
«En María se pone de relieve, de modo pleno y directo, el íntimo unirse en el orden del amor –que entra en el ámbito de las personas a través de una Mujer- con el Espíritu Santo» (n. 29).
La vocación de la mujer está especialmente orientada al orden del amor y, por tanto, estrechamente asociada a la acción del Espíritu Santo.
En su trabajo Vocación del hombre y la mujer según el orden de la naturaleza y de la gracia, Edith Stein examina la historia de la Iglesia y las obras que Dios ha realizado en ella a través de las mujeres. Es allí donde afirma que, en todos los tiempos, Dios ha llamado a mujeres a la unión íntima con Él, como anunciadoras de Su voluntad a reyes y papas, como preparadoras de Su reinado en los corazones de los hombres:
«Así como Él unió a una mujer (María) más cerca de sí mismo que a cualquier otro ser sobre la tierra y la ha creado a su imagen más que a ningún otro ser humano de antes o después de ella, y de este modo le ha dado un puesto singular en la Iglesia para toda la eternidad como a ningún otro ser humano, del mismo modo Dios ha llamado en todos los tiempos a mujeres a la más íntima unión con Él, como mensajeras de su amor, como anunciadoras de su voluntad a reyes y Papas, como preparadoras de su reinado en los corazones de los hombres» [15].
En La oración de la Iglesia, escribe Edith que las verdaderas reformas de la Iglesia, por las que el Espíritu Santo renueva la faz de la tierra, comienzan a gestarse en el diálogo íntimo de los creyentes con Dios: en la escucha de su Palabra, en la acogida plena de su voluntad, en la disposición a la entrega plena para llevarla a cabo.
Para poner en movimiento las reformas de la Iglesia, Dios elige preferentemente a mujeres que se olvidan completamente de sí mismas como María. Menciona a Santa Catalina de Siena y Santa Brígida de Suecia a las que, junto a ella misma, Juan Pablo II declaró patronas de Europa. Pero sobre todo menciona a Teresa de Jesús y su contribución a la reforma de la Iglesia en su tiempo[16].
Edith Stein veía a Teresa de Jesús como Una maestra en la educación y en la formación. Teresa de Jesús. Así tituló un artículo de 1935[17]. Presenta a Teresa de Jesús como una líder nata, por naturaleza[18]. Luego muestra cómo el liderazgo natural fue elevado por la gracia. Concluye presentándola como maestra en la formación del hombre. Y termina con estas palabras:
«El maravilloso trabajo de formación de nuestra Santa Madre no ha terminado con su muerte. Su influjo llega más allá de las fronteras de su pueblo y de su Orden; tampoco permanece limitado a la Iglesia, sino que influye también en los que están fuera. La fuerza de su lenguaje, la veracidad y naturalidad de su estilo abren los corazones y los introducen en la vida divina. El número de los que le deben el camino hacia la luz se conocerá sólo el día final». [19]
Con estas palabras de Santa Edith Stein, mujer y consagrada, mártir unida al destino del pueblo de la antigua alianza, termino esta intervención, augurando abundantes y fecundos frutos a esta Cátedra que declaro inaugurada.



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