«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).


6 de septiembre de 2018

¿Qué ha dicho Francisco en el Encuentro Mundial de las Familias?
¡Te lo ponemos fácil! Te resumimos en siete puntos, las ideas más importantes que ha transmitido el Papa en Irlanda. Así te resultará más fácil poder rezarlas y ponerlas en práctica:

1. El Evangelio de la familia: 

«El Evangelio de la familia es verdaderamente alegría para el mundo, ya que allí, en nuestras familias, siempre se puede encontrar a Jesús; él vive allí, en simplicidad y pobreza, como lo hizo en la casa de la Sagrada Familia de Nazaret». «Vivir en el amor, como Cristo nos ha amado, supone la imitación de su propio sacrificio, implica morir a nosotros mismos para renacer a un amor más grande y duradero. Solo ese amor puede salvar el mundo de la esclavitud del pecado, del egoísmo, de la codicia y de la indiferencia hacia las necesidades de los menos afortunados».

2. El valor del perdón:
«Gestos pequeños y sencillos de perdón, renovados cada día, son la base sobre la que se construye una sólida vida familiar cristiana». «Los niños aprenden a perdonar cuando ven que sus padres se perdonan recíprocamente. Si entendemos esto, podemos apreciar la grandeza de la enseñanza de Jesús sobre la fidelidad en el matrimonio».

Francisco pidió perdón por los abusos cometidos por miembros de la Iglesia contra personas inocentes, en especial, los abusos sexuales contra menores.

3. Petición de perdón por los abusos cometidos:
«Ninguno de nosotros puede dejar de conmoverse por las historias de los menores que han sufrido abusos, a quienes se les ha robado la inocencia y se les ha dejado una cicatriz de recuerdos dolorosos. Esta herida abierta nos desafía a que estemos firmes y decididos en la búsqueda de la verdad y de la justicia. Imploro el perdón del Señor por estos pecados, por el escándalo y la traición sentida por tantos en la familia de Dios»«Pido a nuestra Madre Santísima que interceda por la curación de todos los sobrevivientes de abuso de cualquier tipo y que confirme a cada miembro de la familia cristiana con el propósito decidido de no permitir nunca más que estas situaciones vuelvan a repetirse».

4. La tecnología al servicio de la comunión y el encuentro:
«Que la tecnología no se convierta en una amenaza para la verdadera red de relaciones de carne y hueso, aprisionándonos en una realidad virtual y aislándonos de las relaciones auténticas que nos estimulan a dar lo mejor de nosotros mismos en comunión con los demás».

5. El Matrimonio tiene que anclarse en el amor de Dios:
«El matrimonio cristiano y la vida familiar manifiestan toda su belleza y atractivo si están anclados en el amor de Dios, que nos creó a su imagen, para que podamos darle gloria como iconos de su amor y de su santidad en el mundo».

6. Las familias son la esperanza del mundo:
«Vosotras, familias, sois la esperanza de la Iglesia y del mundo». «Con vuestro testimonio del Evangelio podéis ayudar a Dios a realizar su sueño, podéis contribuir a acercar a todos los hijos de Dios, para que crezcan en la unidad y aprendan qué significa para el mundo entero vivir en paz como una gran familia»

7. Los abuelos, base de la sociedad:
«Una sociedad que no valora a los abuelos es una sociedad sin futuro».
Y para terminar, te dejamos un resumen de lo más destacado del encuentro:

6 de febrero de 2018

MENSAJE DEL PAPA FRANCISCO PARA LA CUARESMA 2018

«Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría»      
(Mt 24, 12)

Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma del año 2018, que comienza el 14 de febrero, Miércoles de Ceniza

Queridos hermanos y hermanas:

Una vez más nos sale al encuentro la Pascua del Señor. Para prepararnos a recibirla, la Providencia de Dios nos ofrece cada año la Cuaresma, «signo sacramental de nuestra conversión», que anuncia y realiza la posibilidad de volver al Señor con todo el corazón y con toda la vida. Como todos los años, con este mensaje deseo ayudar a toda la Iglesia a vivir con gozo y con verdad este tiempo de gracia; y lo hago inspirándome en una expresión de Jesús en el Evangelio de Mateo: «Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (24,12). Esta frase se encuentra en el discurso que habla del fin de los tiempos y que está ambientado en Jerusalén, en el Monte de los Olivos, precisamente allí donde tendrá comienzo la pasión del Señor. Jesús, respondiendo a una pregunta de sus discípulos, anuncia una gran tribulación y describe la situación en la que podría encontrarse la comunidad de los fieles: frente a acontecimientos dolorosos, algunos falsos profetas engañarán a mucha gente hasta amenazar con apagar la caridad en los corazones, que es el centro de todo el Evangelio.

Los falsos profetas

Escuchemos este pasaje y preguntémonos: ¿qué formas asumen los falsos profetas?

Son como «encantadores de serpientes», o sea, se aprovechan de las emociones humanas para esclavizar a las personas y llevarlas adonde ellos quieren. Cuántos hijos de Dios se dejan fascinar por las lisonjas de un placer momentáneo, al que se le confunde con la felicidad. Cuántos hombres y mujeres viven como encantados por la ilusión del dinero, que los hace en realidad esclavos del lucro o de intereses mezquinos. Cuántos viven pensando que se bastan a sí mismos y caen presa de la soledad.

Otros falsos profetas son esos «charlatanes» que ofrecen soluciones sencillas e inmediatas para los sufrimientos, remedios que sin embargo resultan ser completamente inútiles: cuántos son los jóvenes a los que se les ofrece el falso remedio de la droga, de unas relaciones de «usar y tirar», de ganancias fáciles pero deshonestas. Cuántos se dejan cautivar por una vida completamente virtual, en que las relaciones parecen más sencillas y rápidas pero que después resultan dramáticamente sin sentido. Estos estafadores no sólo ofrecen cosas sin valor sino que quitan lo más valioso, como la dignidad, la libertad y la capacidad de amar. Es el engaño de la vanidad, que nos lleva a pavonearnos… haciéndonos caer en el ridículo; y el ridículo no tiene vuelta atrás. No es una sorpresa: desde siempre el demonio, que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44), presenta el mal como bien y lo falso como verdadero, para confundir el corazón del hombre. Cada uno de nosotros, por tanto, está llamado a discernir y a examinar en su corazón si se siente amenazado por las mentiras de estos falsos profetas. Tenemos que aprender a no quedarnos en un nivel inmediato, superficial, sino a reconocer qué cosas son las que dejan en nuestro interior una huella buena y más duradera, porque vienen de Dios y ciertamente sirven para nuestro bien.

Un corazón frío

Dante Alighieri, en su descripción del infierno, se imagina al diablo sentado en un trono de hielo; su morada es el hielo del amor extinguido. Preguntémonos entonces: ¿cómo se enfría en nosotros la caridad? ¿Cuáles son las señales que nos indican que el amor corre el riesgo de apagarse en nosotros?

Lo que apaga la caridad es ante todo la avidez por el dinero, «raíz de todos los males» (1 Tm 6,10); a esta le sigue el rechazo de Dios y, por tanto, el no querer buscar consuelo en él, prefiriendo quedarnos con nuestra desolación antes que sentirnos confortados por su Palabra y sus Sacramentos. Todo esto se transforma en violencia que se dirige contra aquellos que consideramos una amenaza para nuestras «certezas»: el niño por nacer, el anciano enfermo, el huésped de paso, el extranjero, así como el prójimo que no corresponde a nuestras expectativas.

También la creación es un testigo silencioso de este enfriamiento de la caridad: la tierra está envenenada a causa de los desechos arrojados por negligencia e interés; los mares, también contaminados, tienen que recubrir por desgracia los restos de tantos náufragos de las migraciones forzadas; los cielos —que en el designio de Dios cantan su gloria— se ven surcados por máquinas que hacen llover instrumentos de muerte.

El amor se enfría también en nuestras comunidades: en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium traté de describir las señales más evidentes de esta falta de amor. estas son: la acedia egoísta, el pesimismo estéril, la tentación de aislarse y de entablar continuas guerras fratricidas, la mentalidad mundana que induce a ocuparse sólo de lo aparente, disminuyendo de este modo el entusiasmo misionero.

¿Qué podemos hacer?

Si vemos dentro de nosotros y a nuestro alrededor los signos que antes he descrito, la Iglesia, nuestra madre y maestra, además de la medicina a veces amarga de la verdad, nos ofrece en este tiempo de Cuaresma el dulce remedio de la oración, la limosna y el ayuno.

El hecho de dedicar más tiempo a la oración hace que nuestro corazón descubra las mentiras secretas con las cuales nos engañamos a nosotros mismos, para buscar finalmente el consuelo en Dios. Él es nuestro Padre y desea para nosotros la vida.

El ejercicio de la limosna nos libera de la avidez y nos ayuda a descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo que tengo es sólo mío. Cuánto desearía que la limosna se convirtiera para todos en un auténtico estilo de vida. Al igual que, como cristianos, me gustaría que siguiésemos el ejemplo de los Apóstoles y viésemos en la posibilidad de compartir nuestros bienes con los demás un testimonio concreto de la comunión que vivimos en la Iglesia. A este propósito hago mía la exhortación de san Pablo, cuando invitaba a los corintios a participar en la colecta para la comunidad de Jerusalén: «Os conviene» (2 Co 8,10). Esto vale especialmente en Cuaresma, un tiempo en el que muchos organismos realizan colectas en favor de iglesias y poblaciones que pasan por dificultades. Y cuánto querría que también en nuestras relaciones cotidianas, ante cada hermano que nos pide ayuda, pensáramos que se trata de una llamada de la divina Providencia: cada limosna es una ocasión para participar en la Providencia de Dios hacia sus hijos; y si él hoy se sirve de mí para ayudar a un hermano, ¿no va a proveer también mañana a mis necesidades, él, que no se deja ganar por nadie en generosidad?

El ayuno, por último, debilita nuestra violencia, nos desarma, y constituye una importante ocasión para crecer. Por una parte, nos permite experimentar lo que sienten aquellos que carecen de lo indispensable y conocen el aguijón del hambre; por otra, expresa la condición de nuestro espíritu, hambriento de bondad y sediento de la vida de Dios. El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo, inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra hambre.

Querría que mi voz traspasara las fronteras de la Iglesia Católica, para que llegara a todos ustedes, hombres y mujeres de buena voluntad, dispuestos a escuchar a Dios. Si se sienten afligidos como nosotros, porque en el mundo se extiende la iniquidad, si les preocupa la frialdad que paraliza el corazón y las obras, si ven que se debilita el sentido de una misma humanidad, únanse a nosotros para invocar juntos a Dios, para ayunar juntos y entregar juntos lo que podamos como ayuda para nuestros hermanos

El fuego de la Pascua

Invito especialmente a los miembros de la Iglesia a emprender con celo el camino de la Cuaresma, sostenidos por la limosna, el ayuno y la oración. Si en muchos corazones a veces da la impresión de que la caridad se ha apagado, en el corazón de Dios no se apaga. Él siempre nos da una nueva oportunidad para que podamos empezar a amar de nuevo.

Una ocasión propicia será la iniciativa «24 horas para el Señor», que este año nos invita nuevamente a celebrar el Sacramento de la Reconciliación en un contexto de adoración eucarística. En el 2018 tendrá lugar el viernes 9 y el sábado 10 de marzo, inspirándose en las palabras del Salmo 130,4: «De ti procede el perdón». En cada diócesis, al menos una iglesia permanecerá abierta durante 24 horas seguidas, para permitir la oración de adoración y la confesión sacramental.

En la noche de Pascua reviviremos el sugestivo rito de encender el cirio pascual: la luz que proviene del «fuego nuevo» poco a poco disipará la oscuridad e iluminará la asamblea litúrgica. «Que la luz de Cristo, resucitado y glorioso, disipe las tinieblas de nuestro corazón y de nuestro espíritu», para que todos podamos vivir la misma experiencia de los discípulos de Emaús: después de escuchar la Palabra del Señor y de alimentarnos con el Pan eucarístico nuestro corazón volverá a arder de fe, esperanza y caridad.

Los bendigo de todo corazón y rezo por ustedes. No se olviden de rezar por mí.

Vaticano, 1 de noviembre de 2017 Solemnidad de Todos los Santos

FRANCISCO

8 de enero de 2018

HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO, EPIFANÍA DEL SEÑOR, FESTIVIDAD REYES MAGOS, SÁBADO 6 ENERO 2018, MISA EN LA BASÍLICA VATICANA

Son tres los gestos de los Magos que guían nuestro viaje al encuentro del Señor, que hoy se nos manifiesta como luz y salvación para todos los pueblos. Los Reyes Magos ven la estrellacaminan y ofrecen regalos.
Ver la estrella. Es el punto de partida. Pero podríamos preguntarnos, ¿por qué sólo vieron la estrella los Magos? Tal vez porque eran pocas las personas que alzaron la vista al cielo. Con frecuencia en la vida nos contentamos con mirar al suelo: nos basta la salud, algo de dinero y un poco de diversión. Y me pregunto: ¿Sabemos todavía levantar la vista al cielo? ¿Sabemos soñar, desear a Dios, esperar su novedad, o nos dejamos llevar por la vida como una rama seca al viento? Los Reyes Magos no se conformaron con ir tirando, con vivir al día. Entendieron que, para vivir realmente, se necesita una meta alta y por eso hay que mirar hacia arriba.
Y podríamos preguntarnos todavía, ¿por qué, de entre los que miraban al cielo, muchos no siguieron esa estrella, «su estrella» (Mt2, 2)? Quizás porque no era una estrella llamativa, que brillaba más que otras. El Evangelio dice que era una estrella que los Magos vieron «salir» (vv. 2.9). La estrella de Jesús no ciega, no aturde, sino que invita suavemente. Podemos preguntarnos qué estrella seguimos en la vida. Hay estrellas deslumbrantes, que despiertan emociones fuertes, pero que no orientan en el camino. Esto es lo que sucede con el éxito, el dinero, la carrera, los honores, los placeres buscados como finalidad en la vida. Son meteoritos: brillan un momento, pero pronto se estrellan y su brillo se desvanece. Son estrellas fugaces que, en vez de orientar, despistan. En cambio, la estrella del Señor no siempre es deslumbrante, pero está siempre presente; es mansa; te lleva de la mano en la vida, te acompaña. No promete recompensas materiales, pero garantiza la paz y da, como a los Magos, una «inmensa alegría» (Mt 2,10). Nos pide, sin embargo, que caminemos.
Caminar, la segunda acción de los Magos, es esencial para encontrar a Jesús. Su estrella, de hecho, requiere la decisión del camino, el esfuerzo diario de la marcha; pide que nos liberemos del peso inútil y de la fastuosidad gravosa, que son un estorbo, y que aceptemos los imprevistos que no aparecen en el mapa de una vida tranquila. Jesús se deja encontrar por quien lo busca, pero para buscarlo hay que moverse, salir. No esperar; arriesgar. No quedarse quieto; avanzar. Jesús es exigente: a quien lo busca, le propone que deje el sillón de las comodidades mundanas y el calor agradable de sus estufas. Seguir a Jesús no es como un protocolo de cortesía que hay que respetar, sino un éxodo que hay que vivir. Dios, que liberó a su pueblo a través de la travesía del éxodo y llamó a nuevos pueblos para que siguieran su estrella, da la libertad y distribuye la alegría siempre y sólo en el camino. En otras palabras, para encontrar a Jesús debemos dejar el miedo a involucrarnos, la satisfacción de sentirse ya al final, la pereza de no pedir ya nada a la vida. Tenemos que arriesgarnos, para encontrarnos sencillamente con un Niño. Pero vale inmensamente la pena, porque encontrando a ese Niño, descubriendo su ternura y su amor, nos encontramos a nosotros mismos.
Ponerse en camino no es fácil. El Evangelio nos lo enseña a través de diversos personajes. Está Herodes, turbado por el temor de que el nacimiento de un rey amenace su poder. Por eso organiza reuniones y envía a otros a que se informen; pero él no se mueve, está encerrado en su palacio. Incluso «toda Jerusalén» (v. 3) tiene miedo: miedo a la novedad de Dios. Prefiere que todo permanezca como antes —«siempre se ha hecho así»— y nadie tiene el valor de ir. La tentación de los sacerdotes y de los escribas es más sutil. Ellos conocen el lugar exacto y se lo indican a Herodes, citando también la antigua profecía. Lo saben, pero no dan un paso hacia Belén. Puede ser la tentación de los que creen desde hace mucho tiempo: se discute de la fe, como de algo que ya se sabe, pero no se arriesga personalmente por el Señor. Se habla, pero no se reza; hay queja, pero no se hace el bien. Los Magos, sin embargo, hablan poco y caminan mucho. Aunque desconocen las verdades de la fe, están ansiosos y en camino, como lo demuestran los verbos del Evangelio: «Venimos a adorarlo» (v. 2), «se pusieron en camino; entrando, cayeron de rodillas; volvieron» (cf. vv. 9.11.12): siempre en movimiento.
Ofrecer. Cuando los Magos llegan al lugar donde está Jesús, después del largo viaje, hacen como él: dan. Jesús está allí para ofrecer la vida, ellos ofrecen sus valiosos bienes: oro, incienso y mirra. El Evangelio se realiza cuando el camino de la vida llega al don. Dar gratuitamente, por el Señor, sin esperar nada a cambio: esta es la señal segura de que se ha encontrado a Jesús, que dice: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8). Hacer el bien sin cálculos, incluso cuando nadie nos lo pide, incluso cuando no ganamos nada con ello, incluso cuando no nos gusta. Dios quiere esto. Él, que se ha hecho pequeño por nosotros, nos pide que ofrezcamos algo para sus hermanos más pequeños. ¿Quiénes son? Son precisamente aquellos que no tienen nada para dar a cambio, como el necesitado, el que pasa hambre, el forastero, el que está en la cárcel, el pobre (cf. Mt 25,31-46). Ofrecer un don grato a Jesús es cuidar a un enfermo, dedicarle tiempo a una persona difícil, ayudar a alguien que no nos resulta interesante, ofrecer el perdón a quien nos ha ofendido. Son dones gratuitos, no pueden faltar en la vida cristiana. De lo contrario, nos recuerda Jesús, si amamos a los que nos aman, hacemos como los paganos (cf. Mt 5,46-47). Miremos nuestras manos, a menudo vacías de amor, y tratemos de pensar hoy en un don gratuito, sin nada a cambio, que podamos ofrecer. Será agradable al Señor. Y pidámosle a él: «Señor, haz que descubra de nuevo la alegría de dar».
Queridos hermanos y hermanas, hagamos como los Magos: alzar la mirada, caminar y dar gratuitamente regalos.


TEXTO COMPLETO: HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO EN LA SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR

Son tres los gestos de los Magos que guían nuestro viaje al encuentro del Señor, que hoy se nos manifiesta como luz y salvación para todos los pueblos. Los Reyes Magos ven la estrella, caminan y ofrecen regalos.
Ver la estrella. Es el punto de partida. Pero podríamos preguntarnos, ¿por qué sólo vieron la estrella los Magos? Tal vez porque eran pocas las personas que alzaron la vista al cielo. Con frecuencia en la vida nos contentamos con mirar al suelo: nos basta la salud, algo de dinero y un poco de diversión.
Y me pregunto: ¿Sabemos todavía levantar la vista al cielo? ¿Sabemos soñar, desear a Dios, esperar su novedad, o nos dejamos llevar por la vida como una rama seca al viento? Los Reyes Magos no se conformaron con ir tirando, con vivir al día. Entendieron que, para vivir realmente, se necesita una meta alta y por eso hay que mirar hacia arriba.
Y podríamos preguntarnos todavía, ¿por qué, de entre los que miraban al cielo, muchos no siguieron esa estrella, «su estrella» (Mt 2, 2)? Quizás porque no era una estrella llamativa, que brillaba más que otras. El Evangelio dice que era una estrella que los Magos vieron «salir» (vv. 2.9). La estrella de Jesús no ciega, no aturde, sino que invita suavemente. Podemos preguntarnos qué estrella seguimos en la vida.
Hay estrellas deslumbrantes, que despiertan emociones fuertes, pero que no orientan en el camino. Esto es lo que sucede con el éxito, el dinero, la carrera, los honores, los placeres buscados como finalidad en la vida. Son meteoritos: brillan un momento, pero pronto se estrellan y su brillo se desvanece. Son estrellas fugaces que, en vez de orientar, despistan.
En cambio, la estrella del Señor no siempre es deslumbrante, pero está siempre presente: te lleva de la mano en la vida, te acompaña. No promete recompensas materiales, pero garantiza la paz y da, como a los Magos, una «inmensa alegría» (Mt 2,10). Nos pide, sin embargo, que caminemos.
Caminar, la segunda acción de los Magos, es esencial para encontrar a Jesús. Su estrella, de hecho, requiere la decisión del camino, el esfuerzo diario de la marcha; pide que nos liberemos del peso inútil y de la fastuosidad gravosa, que son un estorbo, y que aceptemos los imprevistos que no aparecen en el mapa de una vida tranquila. Jesús se deja encontrar por quien lo busca, pero para buscarlo hay que moverse, salir.
No esperar; arriesgar. No quedarse quieto; avanzar. Jesús es exigente: a quien lo busca, le propone que deje el sillón de las comodidades mundanas y el calor agradable de sus estufas. Seguir a Jesús no es como un protocolo de cortesía que hay que respetar, sino un éxodo que hay que vivir.
Dios, que liberó a su pueblo a través de la travesía del éxodo y llamó a nuevos pueblos para que siguieran su estrella, da la libertad y distribuye la alegría siempre y sólo en el camino. En otras palabras, para encontrar a Jesús debemos dejar el miedo a involucrarnos, la satisfacción de sentirse ya al final, la pereza de no pedir ya nada a la vida.
Tenemos que arriesgarnos, para encontrarnos sencillamente con un Niño. Pero vale inmensamente la pena, porque encontrando a ese Niño, descubriendo su ternura y su amor, nos encontramos a nosotros mismos.
Ponerse en camino no es fácil. El Evangelio nos lo enseña a través de diversos personajes. Está Herodes, turbado por el temor de que el nacimiento de un rey amenace su poder. Por eso organiza reuniones y envía a otros a que se informen; pero él no se mueve, está encerrado en su palacio. Incluso «toda Jerusalén» (v. 3) tiene miedo: miedo a la novedad de Dios. Prefiere que todo permanezca como antes y nadie tiene el valor de ir.
La tentación de los sacerdotes y de los escribas es más sutil. Ellos conocen el lugar exacto y se lo indican a Herodes, citando también la antigua profecía. Lo saben, pero no dan un paso hacia Belén. Puede ser la tentación de los que creen desde hace mucho tiempo: se discute de la fe, como de algo que ya se sabe, pero no se arriesga personalmente por el Señor. Se habla, pero no se reza; hay queja, pero no se hace el bien.
Los Magos, sin embargo, hablan poco y caminan mucho. Aunque desconocen las verdades de la fe, están ansiosos y en camino, como lo demuestran los verbos del Evangelio: «Venimos a adorarlo» (v. 2), «se pusieron en camino; entrando, cayeron de rodillas; volvieron» (cf. vv. 9.11.12): siempre en movimiento.
Ofrecer. Cuando los Magos llegan al lugar donde está Jesús, después del largo viaje, hacen como él: dan. Jesús está allí para ofrecer la vida, ellos ofrecen sus valiosos bienes: oro, incienso y mirra. El Evangelio se realiza cuando el camino de la vida llega al don. Dar gratuitamente, por el Señor, sin esperar nada a cambio: esta es la señal segura de que se ha encontrado a Jesús, que dice: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8).
Hacer el bien sin cálculos, incluso cuando nadie nos lo pide, incluso cuando no ganamos nada con ello, incluso cuando no nos gusta. Dios quiere esto. Él, que se ha hecho pequeño por nosotros, nos pide que ofrezcamos algo para sus hermanos más pequeños. ¿Quiénes son? Son precisamente aquellos que no tienen nada para dar a cambio, como el necesitado, el que pasa hambre, el forastero, el que está en la cárcel, el pobre (cf. Mt 25,31-46).
Ofrecer un don grato a Jesús es cuidar a un enfermo, dedicarle tiempo a una persona difícil, ayudar a alguien que no nos resulta interesante, ofrecer el perdón a quien nos ha ofendido. Son dones gratuitos, no pueden faltar en la vida cristiana. De lo contrario, nos recuerda Jesús, si amamos a los que nos aman, hacemos como los paganos (cf. Mt 5,46-47). Miremos nuestras manos, a menudo vacías de amor, y tratemos de pensar hoy en un don gratuito, sin nada a cambio, que podamos ofrecer. Será agradable al Señor. Y pidámosle a él: «Señor, haz que descubra de nuevo la alegría de dar».


JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

MENSAJE DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA 
51 JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

1 DE ENERO DE 2018

Migrantes y refugiados: hombres y mujeres que buscan la paz

1. Un deseo de paz
Paz a todas las personas y a todas las naciones de la tierra. La paz, que los ángeles anunciaron a los pastores en la noche de Navidad[1], es una aspiración profunda de todas las personas y de todos los pueblos, especialmente de aquellos que más sufren por su ausencia, y a los que tengo presentes en mi recuerdo y en mi oración. De entre ellos quisiera recordar a los más de 250 millones de migrantes en el mundo, de los que 22 millones y medio son refugiados. Estos últimos, como afirmó mi querido predecesor Benedicto XVI, «son hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos que buscan un lugar donde vivir en paz»[2]. Para encontrarlo, muchos de ellos están dispuestos a arriesgar sus vidas a través de un viaje que, en la mayoría de los casos, es largo y peligroso; están dispuestos a soportar el cansancio y el sufrimiento, a afrontar las alambradas y los muros que se alzan para alejarlos de su destino.
Con espíritu de misericordia, abrazamos a todos los que huyen de la guerra y del hambre, o que se ven obligados a abandonar su tierra a causa de la discriminación, la persecución, la pobreza y la degradación ambiental.
Somos conscientes de que no es suficiente sentir en nuestro corazón el sufrimiento de los demás. Habrá que trabajar mucho antes de que nuestros hermanos y hermanas puedan empezar de nuevo a vivir en paz, en un hogar seguro. Acoger al otro exige un compromiso concreto, una cadena de ayuda y de generosidad, una atención vigilante y comprensiva, la gestión responsable de nuevas y complejas situaciones que, en ocasiones, se añaden a los numerosos problemas ya existentes, así como a unos recursos que siempre son limitados. El ejercicio de la virtud de la prudencia es necesaria para que los gobernantes sepan acoger, promover, proteger e integrar, estableciendo medidas prácticas que, «respetando el recto orden de los valores, ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del espíritu»[3]. Tienen una responsabilidad concreta con respecto a sus comunidades, a las que deben garantizar los derechos que les corresponden en justicia y un desarrollo armónico, para no ser como el constructor necio que hizo mal sus cálculos y no consiguió terminar la torre que había comenzado a construir[4].
2. ¿Por qué hay tantos refugiados y migrantes?
Ante el Gran Jubileo por los 2000 años del anuncio de paz de los ángeles en Belén, san Juan Pablo II incluyó el número creciente de desplazados entre las consecuencias de «una interminable y horrenda serie de guerras, conflictos, genocidios, “limpiezas étnicas”»[5], que habían marcado el siglo XX. En el nuevo siglo no se ha producido aún un cambio profundo de sentido: los conflictos armados y otras formas de violencia organizada siguen provocando el desplazamiento de la población dentro y fuera de las fronteras nacionales.
Pero las personas también migran por otras razones, ante todo por «el anhelo de una vida mejor, a lo que se une en muchas ocasiones el deseo de querer dejar atrás la “desesperación” de un futuro imposible de construir»[6]. Se ponen en camino para reunirse con sus familias, para encontrar mejores oportunidades de trabajo o de educación: quien no puede disfrutar de estos derechos, no puede vivir en paz. Además, como he subrayado en la Encíclica Laudato si’, «es trágico el aumento de los migrantes huyendo de la miseria empeorada por la degradación ambiental»[7].
La mayoría emigra siguiendo un procedimiento regulado, mientras que otros se ven forzados a tomar otras vías, sobre todo a causa de la desesperación, cuando su patria no les ofrece seguridad y oportunidades, y toda vía legal parece imposible, bloqueada o demasiado lenta.
En muchos países de destino se ha difundido ampliamente una retórica que enfatiza los riesgos para la seguridad nacional o el coste de la acogida de los que llegan, despreciando así la dignidad humana que se les ha de reconocer a todos, en cuanto que son hijos e hijas de Dios. Los que fomentan el miedo hacia los migrantes, en ocasiones con fines políticos, en lugar de construir la paz siembran violencia, discriminación racial y xenofobia, que son fuente de gran preocupación para todos aquellos que se toman en serio la protección de cada ser humano[8].
Todos los datos de que dispone la comunidad internacional indican que las migraciones globales seguirán marcando nuestro futuro. Algunos las consideran una amenaza. Os invito, al contrario, a contemplarlas con una mirada llena de confianza, como una oportunidad para construir un futuro de paz.
3. Una mirada contemplativa
La sabiduría de la fe alimenta esta mirada, capaz de reconocer que todos, «tanto emigrantes como poblaciones locales que los acogen, forman parte de una sola familia, y todos tienen el mismo derecho a gozar de los bienes de la tierra, cuya destinación es universal, como enseña la doctrina social de la Iglesia. Aquí encuentran fundamento la solidaridad y el compartir»[9]. Estas palabras nos remiten a la imagen de la nueva Jerusalén. El libro del profeta Isaías (cap. 60) y el Apocalipsis (cap. 21) la describen como una ciudad con las puertas siempre abiertas, para dejar entrar a personas de todas las naciones, que la admiran y la colman de riquezas. La paz es el gobernante que la guía y la justicia el principio que rige la convivencia entre todos dentro de ella.
Necesitamos ver también la ciudad donde vivimos con esta mirada contemplativa, «esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas [promoviendo] la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia»[10]; en otras palabras, realizando la promesa de la paz.
Observando a los migrantes y a los refugiados, esta mirada sabe descubrir que no llegan con las manos vacías: traen consigo la riqueza de su valentía, su capacidad, sus energías y sus aspiraciones, y por supuesto los tesoros de su propia cultura, enriqueciendo así la vida de las naciones que los acogen. Esta mirada sabe también descubrir la creatividad, la tenacidad y el espíritu de sacrificio de incontables personas, familias y comunidades que, en todos los rincones del mundo, abren sus puertas y sus corazones a los migrantes y refugiados, incluso cuando los recursos no son abundantes.
Por último, esta mirada contemplativa sabe guiar el discernimiento de los responsables del bien público, con el fin de impulsar las políticas de acogida al máximo de lo que «permita el verdadero bien de su comunidad»[11], es decir, teniendo en cuenta las exigencias de todos los miembros de la única familia humana y del bien de cada uno de ellos.
Quienes se dejan guiar por esta mirada serán capaces de reconocer los renuevos de paz que están ya brotando y de favorecer su crecimiento. Transformarán en talleres de paz nuestras ciudades, a menudo divididas y polarizadas por conflictos que están relacionados precisamente con la presencia de migrantes y refugiados.
4. Cuatro piedras angulares para la acción
Para ofrecer a los solicitantes de asilo, a los refugiados, a los inmigrantes y a las víctimas de la trata de seres humanos una posibilidad de encontrar la paz que buscan, se requiere una estrategia que conjugue cuatro acciones: acoger, proteger, promover e integrar[12].
«Acoger» recuerda la exigencia de ampliar las posibilidades de entrada legal, no expulsar a los desplazados y a los inmigrantes a lugares donde les espera la persecución y la violencia, y equilibrar la preocupación por la seguridad nacional con la protección de los derechos humanos fundamentales. La Escritura nos recuerda: «No olvidéis la hospitalidad; por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles»[13].
«Proteger» nos recuerda el deber de reconocer y de garantizar la dignidad inviolable de los que huyen de un peligro real en busca de asilo y seguridad, evitando su explotación. En particular, pienso en las mujeres y en los niños expuestos a situaciones de riesgo y de abusos que llegan a convertirles en esclavos. Dios no hace discriminación: «El Señor guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda»[14].
«Promover» tiene que ver con apoyar el desarrollo humano integral de los migrantes y refugiados. Entre los muchos instrumentos que pueden ayudar a esta tarea, deseo subrayar la importancia que tiene el garantizar a los niños y a los jóvenes el acceso a todos los niveles de educación: de esta manera, no sólo podrán cultivar y sacar el máximo provecho de sus capacidades, sino que también estarán más preparados para salir al encuentro del otro, cultivando un espíritu de diálogo en vez de clausura y enfrentamiento. La Biblia nos enseña que Dios «ama al emigrante, dándole pan y vestido»; por eso nos exhorta: «Amaréis al emigrante, porque emigrantes fuisteis en Egipto»[15].
Por último, «integrar» significa trabajar para que los refugiados y los migrantes participen plenamente en la vida de la sociedad que les acoge, en una dinámica de enriquecimiento mutuo y de colaboración fecunda, promoviendo el desarrollo humano integral de las comunidades locales. Como escribe san Pablo: «Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios»[16].
5. Una propuesta para dos Pactos internacionales
Deseo de todo corazón que este espíritu anime el proceso que, durante todo el año 2018, llevará a la definición y aprobación por parte de las Naciones Unidas de dos pactos mundiales: uno, para una migración segura, ordenada y regulada, y otro, sobre refugiados. En cuanto acuerdos adoptados a nivel mundial, estos pactos constituirán un marco de referencia para desarrollar propuestas políticas y poner en práctica medidas concretas. Por esta razón, es importante que estén inspirados por la compasión, la visión de futuro y la valentía, con el fin de aprovechar cualquier ocasión que permita avanzar en la construcción de la paz: sólo así el necesario realismo de la política internacional no se verá derrotado por el cinismo y la globalización de la indiferencia.
El diálogo y la coordinación constituyen, en efecto, una necesidad y un deber específicos de la comunidad internacional. Más allá de las fronteras nacionales, es posible que países menos ricos puedan acoger a un mayor número de refugiados, o acogerles mejor, si la cooperación internacional les garantiza la disponibilidad de los fondos necesarios.
La Sección para los Migrantes y Refugiados del Dicasterio para la Promoción del Desarrollo Humano Integral sugiere 20 puntos de acción[17] como pistas concretas para la aplicación de estos cuatro verbos en las políticas públicas, además de la actitud y la acción de las comunidades cristianas. Estas y otras aportaciones pretenden manifestar el interés de la Iglesia católica al proceso que llevará a la adopción de los pactos mundiales de las Naciones Unidas. Este interés confirma una solicitud pastoral más general, que nace con la Iglesia y continúa hasta nuestros días a través de sus múltiples actividades.
6. Por nuestra casa común
Las palabras de san Juan Pablo II nos alientan: «Si son muchos los que comparten el “sueño” de un mundo en paz, y si se valora la aportación de los migrantes y los refugiados, la humanidad puede transformarse cada vez más en familia de todos, y nuestra tierra verdaderamente en “casa común”»[18]. A lo largo de la historia, muchos han creído en este «sueño» y los que lo han realizado dan testimonio de que no se trata de una utopía irrealizable.
Entre ellos, hay que mencionar a santa Francisca Javier Cabrini, cuyo centenario de nacimiento para el cielo celebramos este año 2017. Hoy, 13 de noviembre, numerosas comunidades eclesiales celebran su memoria. Esta pequeña gran mujer, que consagró su vida al servicio de los migrantes, convirtiéndose más tarde en su patrona celeste, nos enseña cómo debemos acoger, proteger, promover e integrar a nuestros hermanos y hermanas. Que por su intercesión, el Señor nos conceda a todos experimentar que los «frutos de justicia se siembran en la paz para quienes trabajan por la paz»[19].
Vaticano, 13 de noviembre de 2017.
Memoria de Santa Francisca Javier Cabrini, Patrona de los migrantes.
Francisco

[1] Cf. Lc 2,14.
[2] Ángelus, 15 enero 2012.
[3] Juan XXIII, Carta. enc. Pacem in terris, 57.
[4] Cf. Lc 14,28-30.
[10] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 71.
[11] Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 57 [en español, n. 106].
[13] Hb 13,2.
[14] Sal 146,9.
[15] Dt 10,18-19.
[16] Ef 2,19.
[17] «20 Puntos de Acción Pastoral» y «20 Puntos de Acción para los Pactos Globales» (2017). Cf. Documento ONU A/72/528.
[19] St 3,18